Tuesday, March 26, 2013

UN PORTENTO DE VELOCIDAD

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

En el futuro, cuando ya no quede ni rastro de este viaje, cuando ésta sea sólo otra carretera más y el cielo, este mismo cielo, se haya extinguido del todo, quedará una nota. Unas cuantas palabras apenas. Un puñado de letras.

Dirá: “Realiza el recorrido de la primera carrera panamericana de autos—desde Ciudad Juárez hasta el Ocotal en la frontera con Guatemala—; reparte la guía turística de la Goodrich-Euzkadi entre los comités estatales de seguridad”.

Alguien las leerá; esas palabras. Y las anotará en un cuaderno, como si anotarlas en un cuaderno de alguna manera les diera mayor solidez, lo que algunos llaman, y llamarán entonces todavía, estoy seguro, mayor realidad. Como si el escribirlas de propia mano les diera peso, eso quiero decir. El peso del cuerpo, inclinado sobre la mesa o el escritorio. El peso de la mano alrededor del lápiz, empuñando. Y las llevará consigo, esas palabras, en un bolsillo o en algún otro lugar cerca del esqueleto, para irlas digiriendo o saboreando. Para irlas entendiendo, se dice, cuando en realidad se quiere decir: para irlas imaginando. Uno necesita tiempo para imaginar. Sólo eso. La primera carrera panamericana, lo sabrá pronto, se celebró en 1950. El 5 de mayo de 1950, para ser más exactos. Un portento de velocidad. Desde Ciudad Juárez a Chihuahua, de Chihuahua a Durango, de Durango a León, de León a la Ciudad de México, de la Ciudad de México a Puebla, de Puebla a Oaxaca, de Oaxaca a Tuxtla Gutiérrez, de Tuxtla Gutiérrez al Octal, en efecto. De frontera a frontera. De punta a punta de ¿qué? Pues de punta a punta de un país. Un poco más de tres mil kilómetros en cinco días de velocidad y polvo, curvas, aplausos, fotografías. Un portento de velocidad. ¿Cuánto se puede callar en cinco días por carretera? En cinco días por carretera se puede callar uno una eternidad.

 ¿Me imaginará con la mirada fija a través del parabrisas, los dedos alrededor del volante, el brazo izquierdo recargado sobre el espacio de la ventanilla abierta? ¿Imaginará el aire que hace trizas el humo que sale de la punta roja del cigarrillo? ¿Sabrá que nunca uso corbata? Uno maneja así en la carretera: alerta y desprevenido a un tiempo. Uno coloca los ojos a medias en el horizonte y a medias en el camino, y luego arranca. Las llaves, el ruido de las llaves. El asiento abullonado. El clutch. Los cambios. Primera. Luego, segunda. Adiós, Ciudad Juárez. El tiempo es su enemigo: el coche, su aliado; el camino, su problema.

¿Es una mujer? ¿Será una mujer la que me imagine así, en el futuro? Acaso. Usted ha de pensar que le estoy dando de vueltas a una misma idea. Y así es, señor. Seguramente me imaginará pensando ¿qué? Mejor: imaginar. Mejor aún: ensoñar. Soñar despierto. Este es mi mensaje para quien, desde el futuro, sea hombre o sea mujer, me describa viajando por el asfalto de la carretera panamericana unos cuantos días de junio de 1951: no pensaba en nada. Soñaba despierto. Una misma idea, así es. Señor.

Pero no te voy a decir lo que ensoñaba. No; eso no. Eso es cosa mía. 

Lo que es cosa tuya es lo que puedes imaginar. Ojalá que sí lo digas. Ojalá que sí menciones la paradoja. O que la inventes: voy en auto. Soy un experto en el manejo del automóvil, como lo dirá después Clara, mi esposa, en alguna entrevista. Voy por el camino donde el Oldsmobile, donde el Chyrsler, donde el Ford. Voy por donde, el año que entra, el Ferrari también. El Mercedes. ¿Me entiendes bien? No hay ningún burro por aquí. Traigo la mirada a medias en el horizonte y a medias en el camino, sí, que ése es el problema. El camino. Mi problema. Porque si en algo estamos de acuerdo es que el tiempo es el enemigo, cómo de qué no. Y el aliado, el mío al menos, es este coche. Pasó a más de 120 kilómetros en esa curva. Voy abriendo camino, en efecto. ¿Lo ve usted claramente, desde el futuro, lo ves bien? Pedregoso. Desteñido. Taimado. ¿A usted le gustaría tomar una curva a esa velocidad? 

El país iba así. A toda velocidad. Como alma que lleva el diablo, se dice, y se dirá.

Voy pensando, para que te lo sepas, que hace bien poco acaba de salir un cuento mío en la revista América, en el número 66. Y voy pensando que acabo de leer ese nombre, el nombre de Dolores Preciado, en libro de Olivia Zúñiga que acaba de sacar Et Caetera en Guadalajara. Retrato de una niña triste. Sí, Olivia es la misma que escribió sobre Mathias Goeritz. La abyecta fatiga/ del yo,/ que tantas veces/ acompaña. Esa mismita. La palabra pedregoso, en eso voy pensando. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, en eso voy pensando. La palabra desteñido.

Pero todas son puras mentiras. Debe ser mi talante taimado, qué va. Porque a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa no es lo que uno piense sino lo que uno no sabe ni siquiera que pasa por la cabeza. Eso es ensoñar, ¿qué no?

Me sentía desgastado como una piedra bajo un torrente, pues llevaba cinco años de trabajar catorce horas diarias, sin descanso, sin domingos, ni días feriados… Recalé en la fábrica, iba a cambiar las llantas, cosa que hacía cada 20 o 30 kilómetros… De paso se me ocurrió pedir… que le instalaran radio al automóvil… Aquello no sólo resultó imposible sino infamante… Hubiera usted visto usted a esos cabrones, hijos de la industria pesada, ir todos a tallar las llantas para calcular su desgaste. Ya para ese momento había tomado una decisión: mandarlos a la chingada.

Uno ve por la ventanilla, así. Uno ensueña. Uno dice: un viaje más y los mando bien lejos de aquí, hijos de la industria pesada. Es mentira que uno tenga que esperar al último segundo, ése en el que según dicen uno ve su vida completa, como en el cine. Es mentira, se lo aseguro. Uno también la ve aquí, sobre la carretera. No desde el inicio hasta el fin, que nunca pasa nada así. Uno ve cachitos. Pedazos. Como el flash de la fotografías. ¿Cómo se llama eso que se ve al final del camino y no es una luz? Como espejismos, así mismo.

Por eso yo le aconsejo a esa mujer del futuro que, cuando se pregunte si tomará esa curva a 120 kilómetros, diga que sí. Tome esa curva. Apriete el acelerador y vea las nubes. Ensoñar es un verbo. Entonces tome la siguiente.

[Las itálicas son, en orden de aparición: Juan Antonio Asencio, "Juan Rulfo: Un extraño en la tierra", citado en Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo (México: CONACULTA, 2008, 123), 123; voz de la filmación "II Carrera Panamericana (1951): http://www.youtube.com/watch?v=CcA42xUWMLU; líneas de "Luvina"; Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido, 128.]   

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Tuesday, March 19, 2013

LA COMUNALIDAD DEL TEXTO

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Hasta no hace mucho, analizar un texto era, sobre todo, preguntarse por el proceso de subjetivación que le daba sentido. Con esta pregunta, los analistas más contemporáneos dejaban atrás una búsqueda a menudo rígida de inscripciones identitarias —de clase, género, raza o generación— para dar lugar a una exploración que sobre todo involucraba, y aquí sigo de cerca a Jacques Rancière, el forcejeo dinámico que emprendía el sujeto contra identidades impuestas: un proceso que se conoce como de desidentificación o, en términos más caseros, de desclasificación.1
Una poética desapropiacionista invita a hacer esas preguntas, sí, y además, acaso sobre todo, otro tipo de preguntas. Puesto que el texto desapropiado lleva consigo, y de manera visible, las marcas del tiempo y el trabajo de otros, del trabajo de producción y del trabajo de distribución de otros, es decir del trabajo colectivo hecho junto con otros en el lenguaje que nos dice en tanto otros, y nos dice por lo mismo en tanto comunidad, es solo justo que la pregunta que busca dilucidar el motor que hace significar a un texto no solo se refiera a procesos de subjetivación sino, mayormente, a los procesos de comunalidad que le permiten enunciar y enunciarnos por virtud de su ex/istir. Aclaro: utilizo el término comunalidad, en lugar de comunidad, porque el primero hace hincapié en las relaciones de trabajo colectivo —conocido en los pueblos mesoamericanos como tequio— que se encuentra en el eje mismo de su existir como un afuera-de sí-mismos y como forma básica de un estar-con-otros. Ese trabajo colectivo, gratuito, de servicio, es lo que deja ver la re-escritura cuando se le lleva a cabo desapropiadamente. Eso es, sin duda, lo que la vuelve amenazante para sistemas cerrados y jerárquicos que viven y predican el privilegio, el prestigio, el mercado. La ganancia en lugar de la compartencia.
¿Cómo se pregunta sobre la comunalidad de un texto? ¿A través de qué interrogantes será posible recordarle el origen plural a un texto que tiene la costumbre de presentarse en público como producto de una autoría individual? Yo no lo sé de cierto, pero aventuro. Las preguntas evadirán, por principio de cuentas, la mera biografía intelectual de la autora (los libros que leyó, las universidades o tertulias que frecuentó, la música que considera más influyente) para concentrarse en las prácticas materiales que la vinculan al texto: desde su “ganarse la vida” (tal como lo sugería Piglia en alguno de los ensayos de El último lector), su “cómo” del trabajo cotidiano (y no necesariamente su “por qué”, que es al fin y al cabo una pregunta sobre intencionalidad), hasta el sistema personal de decisiones estéticas y políticas que le permitieron elaborar este y no otro libro, este y no otro artefacto de la cultura. Imagino que las preguntas no sólo intentarán dilucidar las relaciones específicas del cuerpo material del escritor en su estar-con-otros—los datos más bien identatarios de clase y raza y género y generación, entre otros—sino que irán más lejos: irán hasta los resquicios últimos donde se elaboran las relaciones de su comunalidad. En otras palabras: irán a su tequio.
Una de las primeras preguntas en este sentido tendrá que ser, luego entonces, acerca del trabajo comunal (gratuito, obligatorio, en el lenguaje-en-común) que le da existencia al texto en el afuera-de-sí. Nuevamente, la pregunta habrá de escapar al terreno de la mera historia de las ideas o de la biografía intelectual. En su lugar, incitará la inscripción de datos de la historia social y, de suyo, local del libro. Si la lectura no es un acto de consumo pasivo sino una práctica de compartencia mutua, un minúsculo acto de producción en común, entonces en juego estarán no sólo los libros leídos sino, sobre todo, los libros interpretados: los libros re-escritos, ya en la imaginación personal o ya en la conversación, esa forma de la imaginación colectiva. Y aquí habrán de hacerse preguntas que permitan volver visibles las huellas que esos otros han dejado, de una forma u otra, en las re-escrituras y, luego entonces, en la versión final—que es la forma interrumpida—del libro mismo.
Yo no lo sé de cierto pero lo que cada vez me queda más claro, sin embargo, es que la escritura de libros en comunalidad tendrá que vérselas, y esto de manera explícita, con la puesta en escena de la autoría plural. ¿De qué manera las figuras del narrador, punto de vista o arco narrativo, por ejemplo, tendrán que re-hacerse para dar fe de la presencia generativa de otros en su mismo existir? ¿Qué soporte se habituará mejor a la develación continua del palimpsesto y la yuxtaposición intrínseca a cada proceso escritural? ¿Cómo será el así llamado aparato crítico cuando cada frase e, incluso, cada palabra, tenga que dar cuenta de su ser plural y pluralmente concebido?
Acaso no sería descabellado pensar ahora mismo en libros cuya sección de agradecimientos—uno de los pocos lugares destinados culturalmente al explícito reconocimiento del hacer del otro en la producción del libro—será incluso mayor a, además de estar entreverada con, la sección todavía conocida como el cuerpo propiamente del libro. Una de las definiciones del verbo reconocer, después de todo, involucra de manera central a otro verbo: agradecer. Dicho de una persona, asegura la Real Academia, reconocer: 7. tr. Mostrarse agradecida a otra por haber recibido un beneficio suyo. Dicen los que saben de etimologías que el vocablo latín gratia se relaciona con una amplísima gama de términos muy antiguos: gratulabundusgratosusgratulorcongratulor,congratulatiogratificatio. De una manera u otra, casi todas estas palabras tienen que ver con la dádiva y el favor, pero sobre todo con la alegría compartida y la celebración o la alabanza. Acaso en las escrituras que desde la comunalidad se antepongan a los avatares de la necropolítica no será impensable concebir libros que sean, y esto de manera abierta, un puro reconocimiento, es decir, unponer en evidencia, que es un poner en escena crítica, la relación dinámica y necesariamente plural que hace posible, en primer lugar, su existencia.
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Thursday, March 14, 2013

YA ESTÁ AQUÍ


Notas sobre conceptualismos, de Vanessa Place y Robert Fitterman, traducción de Cristina Rivera Garza (México: CONACULTA, 2013).

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YA ESTA AQUÍ



Notas sobre conceptualismos, de Vanessa Place y Robert Fitterman, traducción al español de Cristina Rivera Garza (México: CONACULTA, 2013).

¡Pronto en librerías!

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Tuesday, March 12, 2013

ELOGIO DE LA BIBLIOGRAFÍA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Las notas de pie de página, las bibliografías —comentadas o no— o las comillas, antes señas de uso exclusivo y obligatorio de la escritura académica, se han ido colando con mayor frecuencia en las últimas páginas tanto de novelas como de libros de poesía. Alejándose de la impostura del autor genial y solitario que, aparentemente, nace sabiéndolo todo, este gesto apunta hacia otro tipo de entendimiento autorial que implica, de suyo, una relación con el lector más horizontal y dinámica. Cada lista bibliográfica devela el tipo de lectura —y luego entonces el trabajo y tiempo de lectura— que el autor precisó para generar tal o cual idea, escena, personaje, atmósfera, juego de lenguaje. Se trata del momento más otro de la creación: su sitio más alterado. Poblado de otros, circundado por voces que vienen de lejos gracias a la pantalla o el papel, el autor se muestra así como una entidad plural a la que la configuran mil cabezas. Lejos del ensimismamiento o la noción autoglorificadora del autor como mito genial, lo que la bibliografía nos da es la figura de un autor que es, ante todo, un lector. Se trata, además, del tipo de lector que, ya con cuidado o ya con gozo o ya con ambos, corre el velo sobre su proceso de producción de conocimiento para compartir y compartirse con otros lectores, volviéndolos autores potenciales en el acto. En efecto, se trata más que un momento de comparecencia (dícese de la acción que lleva a una persona ante un juez o un tribunal), de un instante de compartencia. El lector que se inmiscuye en la bibliografía de su autora camina, de hecho, por las bambalinas de la obra con la libertad que otorga la información fidedigna y clara. Las listas bibliográficas muestran, así entonces, el momento más hospitalario del libro. Su figura más generosa. En pocos lugares como en la bibliografía nos queda más claro el estar-en-común del libro. Esto es: el momento en que el autor decide saltar del pedestal solitario de la jerarquía literaria, para caminar a pie en la calle del nosotros.
Cada libro de Michael Ondaatje, por ejemplo, cuenta con un par de páginas al final en las que desgaja minuciosamente el abanico de sus fuentes. El autor nacido en Sri Lanka y avecindado desde hace mucho en Canadá, no creció sabiendo todo acerca de los vientos que describe, digamos, en El paciente inglés y, por ello, al final de la novela, anota los títulos de los libros en los que encontró esa información. Lo mismo hace con la palabra gotraskhalana en la novela Divisadero. Por esa nota al final de libro el lector sabe con el autor que gotraskhalana significa, de manera literal, “tropezar con un nombre”. Es un término de la poética sánscrita, dice Ondaatje basado en el trabajo de Wendy Doniger, con el que se describe al acto de llamar a un ser amado con un nombre erróneo. Se trata de un accidente verbal que dirige “la luz de la linterna hacia el interior del cerebro, revelando un vasto museo de hechos y deseos”. El lector interesado puede, así entonces, dirigir su atención a esos viejos o nuevos libros para seguir las huellas de los vientos africanos o para perderse en los tropiezos del sánscrito. El lector vigilante puede, si así lo decide, corroborar si la fuente de información fue fidedigna o no. Independientemente del objetivo último de cada lector, la bibliografía se extiende aquí como una invitación a continuar con la conversación que es todo libro en el contexto de otros libros. Una tradición.
Lo mismo hacen, aunque no con la frecuencia que podría esperarse, los autores de cierta novela histórica. Enrique Serna, por ejemplo, incluye una generosa bibliografía, que incluye tanto fuentes primarias como secundarias, al final de Ángeles del abismo, la novela en la que narra la historia de amor entre una falsa beata y un indio que finge su propia conversión en el México del siglo XVII.
Tal vez en ningún lugar la presencia de la bibliografía sea tan escandalosa, sin embargo, como en los libros de poesía. Un campo de escritura hasta hace no mucho dominado, al menos en ciertos sectores de la producción mexicana, por la idea del canto lírico que obedece a un yo autónomo y unitario en su momento más íntimo, los poetas han rechazado, ya sea por considerarlo inútil o autoritario, este momento de compartencia con los lectores. A medida que aumenta el uso de estrategias de apropiación que vinculan el lenguaje prestigioso de la poesía con el discurso cotidiano de la vida pública, se ha vuelto igualmente necesario desarrollar una serie de estrategias para dar cuenta de la presencia de otros en los procesos de des- y re-contextualización de lenguajes que conforman muchos de estos libros. Una de las maneras más simples, y acaso por eso más socorridas, es la incorporación de la lista bibliográfica en las últimas páginas de los libros de, entre otros, Juliana Spahr, Derek Beaulieu, Mark Nowak o Jen Hofer. Así es que los lectores nos damos cuenta del dónde y el cómo, del por qué y, en lo que cabe, el para qué de los textos que nos comparten. Así es como los lectores nos volvemos, pues, cuerpo en un mundo de cuerpos junto con los autores. Y viceversa. Cuestionar la configuración plural de la autoría y encontrar formas creativas de incorporar el momento alterado de la comunalidad en el cuerpo del texto—o en el cadáver del texto, si lo vemos dentro del contexto necropolítico de su producción—es una de las tareas fundamentales de la desapropiación que viene. Eso es cierto.
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Saturday, March 09, 2013

RIGO ES AMOR




¿Te acuerdas de Rigo Tovar? ¿Eres de los que todavía creen que Rigo es Amor? Estamos recopilando historias/comentarios/recuerdos sobre el cantautor tamaulipeco, líder de la banda Costa Azul. Si te interesa, si crees que Rigo es Amor, manda tus respuestas a: patrimonio.itca@gmail.com

Gracias de antemano y, sí, oh qué gusto de volverte a ver.


--crg

Tuesday, March 05, 2013

DESAPROPIADAMENTE

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Re-escribir es una práctica a través del cual se vuelve a hacer algo que ya había sido hecho con anterioridad, eso es cierto. También es cierto que el proceso de re-escritura deshace lo ya hecho, mejor aún, lo vuelve un hecho inacabado, o termina dándolo por no-hecho en lugar de por hecho; termina dándolo, aún más, por hacer. Re-escribir, en este sentido, es un trabajo sobre todo con y en el tiempo. Re-escribir, en este sentido, es el tiempo del hacer, sobre todo, con y en el trabajo colectivo, digamos, comunitario e históricamente determinado, que implica volver atrás y volver adelante al mismo tiempo: actualizar: producir presente (Ludmer dixit).
Cuando un escritor decide utilizar alguna estrategia de apropiación —excavación o tachadura o copiado— algo queda claro y en primer plano: la función de la lectura en el proceso de elaboración del texto mismo. Esto, que la literatura ha preferido guardar o, de plano, ocultar bajo el parapeto del genio individual o de la creación en solitario, la re-escritura muestra de manera abierta, incluso altanera, en todo caso productiva. La lectura queda al descubierto aquí no como el consumo pasivo de un cliente o de un público, sino como una práctica productiva y relacional, es decir, como un asunto del estar-con-otro que es la base de todo práctica de comunidad, mientras ésta produce un nuevo texto, por más que parezca el mismo. Ya lo decía Gertrude Stein cuando decía “una flor es una flor es una flor”: la repetición siempre implica variaciones: no hay repetición propiamente dicha.
Cuando esto sucede, cuando la lectura se convierte en el motor explícito del texto, quedan expuestos los mecanismos de transmisión, a lo largo del tiempo y a través del espacio, que la cultura escrita utiliza y ha utilizado para su reproducción y para su encumbramiento social. Ojo: la re-escritura no descubre ni inventa esos mecanismos; la re-escritura contribuye a que queden al descubierto, a la vista de todos, abiertos también a las habilidades y los fines de esos todos otros. Presa monumental. Un sistema como el literario, que tanto se ha beneficiado de las jerarquías que genera el prestigio o en el mercado, en cuya base misma yace la noción de una autoría genial, solo puede reaccionar ante tal exhibición, intrínsecamente crítica, con ansiedad generalizada y, en casos extremos, con demandas legales para proteger la propiedad—entendida ésta en su sentido más amplio, como una propiedad económica y como una propiedad moral. Las buenas maneras y el buen gusto, dos nociones francamente clasistas, pertenecen, sin duda, al reino de lo propio: eso que se comporta con propiedad; eso que resulta siempre lo apropiado.
Apropiar, sin embargo, es solo una forma de la re-escritura. Tal como ha quedado claro en acusaciones de plagio que han ocasionado ya tantos escándalos en España o en México, así como en Colombia, el apropiacionista, es decir, el que vuelve propio lo ajeno, todavía no escapa, acaso en muchos casos todavía ni se plantea escapar, de los procesos de circulación del capital que facilita y es facilitado a su vez por la misma noción de una autoría genial y solitaria, es decir, desconectada del quehacer de la comunidad. Es con bastante frecuencia que las estrategias de apropiación, muchas de ellas diseñadas y utilizadas para minar el monumento de la autoría romántica, han resultado en una confirmación, y no una subversión, de la misma. El autor como DJ, el autor sampleador (de caminos), el autor que mezcla: todos nuevos estereotipos románticos, si no es que francamente heroicos, de su oficio.
El autor que pretende hacer pasar como propio de su autoría el texto de una autoría ajena ha dejado el sistema autorial intacto. Este es le caso del plagiario. El autor que, con base en un sistema jerárquico, apropia textos de autorías no prestigiosas —como es el caso de documentos de archivo o de textos transcritos de la tradición oral— sin siquiera preocuparse por aclarar que su proceso escritural es producto de una co-autoría ha dejado, también, el sistema autorial intacto. Este es el caso del apropiacionista. De ahí que sea del todo relevante, y esto por motivos tanto estéticos como políticos, que los autores a los que les interese hacer estallar la base misma de esas altas murallas de jerarquía y privilegio detrás de las cuales se resguarda una literatura mansa y apropiada aprendan ahora a hacer ajeno lo propio y a hacer, de la misma manera, ajeno lo ajeno.
Desapropiar significa, literalmente, desposeerse del domino sobre lo propio. Hay palabras clave en esta definición real. Están, por una parte, los vocablos que remiten, sin dejar duda alguna al respecto, a las relaciones de poder que atraviesan y marcan todo texto. Renunciar a lo que se posee: eso significa desposeerse. En este caso, la desposesión señala no solo el objeto sino la relación desigual que hace posible la posesión en primer lugar: el dominio. Una poética de la desapropiación bien puede involucrar estrategias escriturales que, como las apropiacionistas, ponen al descubierto el andamiaje de tiempo y el trabajo comunal, tanto en términos de producción textual como en tiempo de lectura, pero necesariamente tienen que ir más allá. Ir más allá quiere decir aquí cuestionar el dominio que hace aparecer como individual una serie de trabajos comunales —y todo trabajo con y en el lenguaje es, de entrada, un trabajo de la comunidad— que carecen de propiedad. Señalar y problematizar puntualmente procesos co-autoriales, vengan éstos acompañados de los grandes nombres canónicos o de las autorías no prestigiosas para el sistema literario, y propiciar formas de circulación que evadan o de plano subviertan los circuitos del capital fincados en la autoría individual son solo dos formas de poner en práctica una poética de la desapropiación.
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Monday, March 04, 2013

POR LA NIEBLA DEL NOSOTROS

Algunas palabras y una traducción de Juliana Spahr en revista Nexos, marzo 2013.

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Sunday, March 03, 2013

CINCO REBOZOS SOBRE LA CABEZA Y UN REZO: AYUTLA, SIERRA MIXE








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