Tuesday, August 27, 2013

ALGO GRIS RESPLANDECIENTE

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


El hombre empujaba una carretilla llena de algo que parecía oscuro. A la distancia, el contenido daba la impresión de ser carbón o mierda. Pero también parecía otra cosa. Algo en la palabra montón. Algo en su aspiración piramidal o arcaica. Nos habíamos detenido a un lado de la carretera para comer uno de esos elotes hervidos que ya eran, según nos dijeron, los últimos de la temporada. Cacahuazintle. Limón y chile en polvo sobre los granos gordos. Una pizca de sal. “¿Qué es eso?”, le pregunté al vendedor, creyendo que había reconocido algo en la carretilla que casi desaparecía ya de nuestro campo de visión. El cielo, apenas encapotado. Las nubes llenas de algo que, a lo lejos, bien podría haber sido agua o granizo. El pico del fraile resguardando en su interior la Laguna del sol y la Laguna de la luna en el cráter del Xinantecatl o, como se le conoce comúnmente, el Nevado de Toluca. “Son papas”, contestó mientras le daba vueltas a los elotes que lentamente se asaban sobre una rejilla de metal, muy cerca del fuego. Luego, como si de repente recordara algo, añadió: “La primera cosecha apenas”.

Pocas cosas nos devuelven nuestra conexión con la superficie terrestre de manera tan vívida como los vegetales que acaban de salir—broncos, revueltos, oscuros, húmedos—de la tierra. Pocas cosas nos dicen: Usted está aquí, y apuntan al lugar exacto donde se anclan los pies. Estábamos en Raíces, el último poblado antes de entrar propiamente a las laderas del volcán. Antes del Parque de los Venados. Antes del refugio alpino. Muchos antes de que empezara ese camino terrizo, vuelto pura serpentina, que lleva a la cúspide de la montaña. Estábamos rodeados de coníferas y cabañas de madera y frío a más de cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar. “Venga, por favor”, le gritamos al hombre de la carretilla Y, orgulloso de su cosecha, con las manos todavía llenas de tierra fresca, dijo lo que ya sabíamos: “Las primeras de la temporada”. Su sonrisa plena. Su satisfacción humilde y avasalladora a la vez. La otra cosa que pasaba enloquecida a nuestro lado era el tiempo.

Hay una niña que se entretiene tocando con delicadeza las flores casi rosas, casi lilas, casi azules que brotan de una planta que se niega a dejar el ras de la tierra. Hay una voz que dice o susurra: solanum tuberosum. Una historia cuenta que la gran inmigración que dio lugar a la formación inicial de los Estados Unidos va unida al hongo, el tizón tardío, que atacó a las papas irlandesas hasta provocar la hambruna que obligó a tantos a dejar su tierra natal. Otra historia dice que, contrario a las opiniones oficiales que ubican el origen de esta planta en las tierras altas de los Andes, el lugar de su procedencia es éste. Usted está aquí. Hay dos niñas que corren por grandes espacios verdes localizando la flor, escarbando la tierra con las manos desnudas hasta toparse con lo que buscan: ese fruto ovalado, rosa o blanco, que terso y suave, húmedo y jugoso, provoca la mordida. 

En The Botany of Desire. A Plant´s-Eye View of the World, Michael Pollan elabora lo que me atrevería a denominar como una historia social de la historia natural. En efecto, justo como los historiadores sociales y culturales, Pollan toma en cuenta (y de hecho privilegia) el punto de vista que las historias oficiales tienden a volver invisible o a despreciar abiertamente: la perspectiva del otro y de lo otro. Las plantas domesticadas, argumenta Pollan, no existen—no al menos en términos del control absoluto del agente humano sobre la planta inerte. Al contrario, en este libro las plantas explotan aquellas características que las vuelven preciosas y preciadas para los seres humanos y para algunos otros agentes polinizadores del planeta. Así, en capítulos dedicados a la manzana, la marihuana, el tulipán y la papa, Pollan explora las distintas maneras en que estas plantas han explotado los deseos humanos por lo dulce, la intoxicación, la belleza y el control no sólo para sobrevivir, sino también para multiplicarse, convirtiéndose de paso en íconos plenipotenciarios de nuestras sociedades contemporáneas. A la papa, en esa botánica del deseo que capítulo a capítulo construye Pollan, le toca el control.

Porque la papa es un cultivo que sólo se da en tierras altas y frías, su existencia va unida a los colores de la montaña: los marrones de la tierra fresca, los muchos verdes de los bosques, los amarillos de los pastizales. Sobre todo: ese gris cambiante y dramático de los cielos nublados del verano. Se trata de ese mismo gris resplandeciente que el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein alguna vez refiriera como una contradicción pero que allá, en el pico de la montaña y sin aire, con el corazón queriendo salir de la caja torácica, no es más que una constatación.

Hay una niña que sigue al padre en la ladera de una montaña. La palabra microscopio. El sonido del viento. El aroma inconfundible de los laboratorios: los pasillos estrechos y los mosaicos limpísimos. El palpitar que provoca la altitud dentro de las orejas. El agua, que cae del cielo. El agua, que cae del recuerdo. Algo está a punto de salir de entre la tierra.

“¿A cuánto el kilo?”, le preguntamos al hombre de la carretilla.
“Mírelas nada más”, dice él mientras las acomoda una a una en pequeñas bolsas de plástico. “Son perfectas, ¿no?”.

Le decimos que sí en silencio. Le decimos que sí mientras vemos todo alrededor: los árboles, el fuego, las nubes. Dos niñas. El tiempo.

Todo lo es, en efecto.

--crg

Friday, August 23, 2013

PERSONNE NE ME VERRA PLEURER


Un dossier médical, quelques écrits délirants, une photographie datée du 26 juillet 1920. En déployant un intelligent dispositif historico-littéraire, Cristina Rivera Garza retrace à partir de ces minces éléments, la vie mouvementée et déchirante, illuminée et détruite par beaucoup d'amours et d'amitiés, de Matilda Burgos. La photographie est de Joaquim Buitrago, riche héritier, morphinomane, immortalisant la folie dans les asiles deMexico

C'est là qu'il retrouve Matilda, qu'il avait photographiée douze ans plus tôt, alors qu'il effectuait un travail sur les maisons closes de la capitale mexicaine. Comme hypnotisé, il se met en quête du passé de la fascinante aliénée. Se tisse alors une relation singulière entre les deux personnages, qui, improbables amants, voient devant eux la ville de Mexico se métamorphoser, et la folie les gagner. 
Et le roman nous pose deux questions, l'une posée par Matilda, l'autre par Joaquim : Comment fait-on pour devenir photographe de fous ? Dites-moi plutôt comment on devient fou ?


--crg

Tuesday, August 20, 2013

MI MATAMOROS QUERIDO

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


¿De donde es Rigo Tovar?, me respondían siempre que mencionaba el sitio donde había nacido. Matamoros. Al norte de Tamaulipas. Frontera con Estados Unidos. Fue así, a través de esa pregunta tantas veces disfrazada de respuesta, como aprendí que no había iniciado mis días nada más en un territorio sino también, acaso sobre todo, en un nombre. Mi Matamoros querido. En un mito. Nunca te podré olvidar. Con el paso del tiempo me acostumbré a contestar que sí, que era de donde es, y de donde sigue siendo, Rigo Tovar. Vengo de Matamoros, Tamaulipas, sí. Ahí nací.
El origen, sin embargo, no es un dato estable, y ni siquiera un contexto estable. La meta, ya lo decía Karl Krauss, la meta es el origen. El origen, en todo caso, es lo que se construye después. El origen está en el camino de regreso. Por muchos años, quiero decir, la referencia a Rigo Tovar y su Costa Azul me resultó más bien confusa. Yo había nacido en Matamoros, en efecto, pero había dejado el lugar bastante pronto. Dos años de edad. Las ligas familiares me habían obligado a regresar, verano tras verano, por algunos años más, pero no a la ciudad propiamente dicha, sino a sus afueras: pequeños poblados agrícolas con nombres como Anáhuac, Valle Hermoso o Control, donde se había sobrevivido por generaciones enteras gracias al cultivo del algodón hasta que, hacia 1962, una plaga lo destruyó todo y se empezó a sembrar sorgo. Se trataba, sí, de las tierras en las que, en 1913, se había llevado a cabo el primer reparto agrario de la Revolución Mexicana, dirigido por el general Lucio Blanco y avalado, entre otros, por el general Francisco J. Mújica, contra la hacienda Los borregos, propiedad entonces del general Félix Díaz. Y también era el sitio donde, pasada la etapa armada de la revolución, se había establecido el Distrito de Riego del bajo Río Bravo que, desde 1935, aseguraba el riego de aproximadamente 200 mil hectáreas del valle. Cuentan las leyendas familiares que fue por esos años, mientras se corría la voz de que había tierras disponibles en la frontera norte, que grupos migrantes de la zona Huasteca de San Luis Potosí, y futuros repatriados de Texas, se movieron de sur a norte y de norte a sur, respectivamente, para desmontar las tierras con las que se conformarían las colonias agrícolas, de propiedad privada, y los ejidos, de propiedad comunitaria, de la región a la que Rigo Tovar le dedicara su primer disco, Mi Matamoros querido, grabado, de entre todos los lugares del mundo, en Houston, Texas, en 1971.
Los que se van tienen tanta necesidad de recordar como de olvidar. Todo migrante lo sabe bien. Hay que conservar el recuerdo vivo para mantener los pies en la tierra y construir una brújula más o menos estable de identidad, pero también hay que borrar lo suficiente para poder seguir adelante. De otra manera la nostalgia sería insoportable. De otra manera, nadie dejaría su lugar de origen. Y, nadie, luego entonces, lo construiría después, convertido ya en la meta, como aseguraba Karl Krauss. Mis padres, que crecieron en ese ambiente agrícola donde una familia podía vivir bien gracias al trabajo requerido para cultivar unas 20 hectáreas de algodón, dejaron el valle atrás. Iban, según dicen todavía, a la aventura. No sabían si volverían o no. Aguerridos y tercos, arriesgados, libres, recorrieron primero el norte y después el centro del país muy de conformidad con las rutas del Milagro Mexicano y el ascenso de sus clases medias ilustradas. Podría decir que, a medida que los posgrados en ciencia y los modales urbanos entraron por la puerta, Rigo Tovar salía por la ventana. Pero, en sentido estricto, eso no es cierto. A diferencia de los corridos norteños, el huapango, la polca o la redova, el bolero ranchero y el son huasteco, la música tropical que practicaba Tovar nunca había logrado entrar ni mucho menos arraigarse en casa. A diferencia de Eulalio González, Piporro, cuyo apego a cierta etiqueta norteña sigue creando devotos dentro y fuera de la familia, la pinta de un hombre de cabello largo y perennes lentes oscuros que, para colmo de males, combinaba la electrónica con la cumbia para cantarle solo al amor nunca fue motivo de devoción ni de respeto en una familia de workahólicos empecinados en cambiar el mundo. Por eso, en muchos sentidos, mi primer encuentro con Rigo Tovar se llevó a cabo en esa respuesta disfrazada de pregunta con que culminaba toda conversación sobre mi lugar de origen. Mi Matamoros querido. ¿Te podré olvidar?
En algún momento, sobre todo en los viajes que me llevaban al centro del país, empecé a privilegiar los lugares con rockolas de donde saliera la voz de Rigo Tovar. Pronto todas mis reuniones en lo que sigo llamando La Capital se llevaron a cabo en ese planeta privado: RigoEsAmor. Sé que se trata de un planeta que, no por ser inmensamente personal, no es también compartido, y de manera por demás intensa, con otros. Sé que todos un poco, y cada cual a su manera, todos somos de ahí.
[fragmento del prólogo de Rigo es amor. Rockola a 16 voces (Tusquets, 2013)].

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Tuesday, August 13, 2013

HACER LA LUCHA CON RUBÍ GARDENIA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Tal vez las mejores evidencias de la hospitalidad de un lugar sean las declaraciones de pertenencia que hacen de cuando en cuando sus fuereños. Imposible saber a ciencia cierta el número de operaciones identitarias que se llevan a cabo en tal proceso de decisión, pero una vez que alguien que “no es de ahí” asume que acaso, que después de todo, que pensándolo bien “sí es de ahí” ya no hay camino de retorno. ¿Qué sucedió para que Fernando Covarrubias, mejor conocido en el mundo de la lucha libre como Rubí Gardenia, empezara a decir con toda confianza que, aunque nació en Santiago Ixcuintla, Nayarit, ya también es de Tijuana? Ésa es la pregunta que anduve merodeando mientras Fernando o Rubí, aunque también responde al nombre de Jennifer, personificaba con especial precisión a Raphael o María Félix en una fiesta casera.
Como muchos otros, Fernando dejó su lugar de origen para iniciar una nueva vida en un sitio más propicio. No llegó a Tijuana queriendo cruzar hacia los Estados Unidos. No se quedó en Tijuana porque no tuviera otra alternativa o para esperar mientras podía llegar al lugar de su destino. No. Fernando, como tantos otros, venía a Tijuana porque le dijeron que acá podía ser lo que ella ya era: Jenifer, primero y, luego, con el tiempo, con horas de entrenamiento de la mano misma de Rey Misterio en el gimnasio del Auditorio Municipal, Rubí Gardenia, uno de los luchadores exóticos más reconocidos y más respetados en el medio.
Las ciudades en general, aunque en especial las grandes metrópolis y las ciudades fronterizas, suelen ser un refugio natural para aquellos que buscan una relación distinta con identidades originarias o impuestas. Lejos del coto familiar que todo lo regula o lo vigila con encono, o lejos de los modos que se volvieron por una u otra causa “propios” en los años de la infancia, muchos acuden a las ciudades para volverse otros. El anonimato que aseguran las calles amplias y los empleos oscilantes se vuelve, a veces, un tesoro personal. Algunos hacen tabula rasa del pasado; otros, superponen capas de nuevos hábitos sobre los ya conocidos. Yuxtaposición estelar. Otros más se lanzan a encontrar, o producir, según sea el caso, la persona que quieren ser. Tengo la impresión de que Fernando Covarrubias fue parte de estos últimos.
Luego de años de sobrevivencia llevando a cabo trabajos varios en el amplísimo mundo de la zona roja de Tijuana, Fernando se topó casi por casualidad con el mundo de la lucha libre. Lo impresionaron los reflectores sobre el ring y los aplausos. Lo impresionaron las miradas, las carcajadas, el cariño que el espectáculo generaba en el público. Lo impresionaron la agilidad de los luchadores, esa manera de arrojar los brazos hacia el cielo en la victoria final. Desde ese momento quiso convertirse en uno de ellos. El mejor, de ser posible. Cualquiera que haya presenciado sus peleas sabe que, en el proceso de vencer a sus contrincantes más señeros, Rubí Gardenia pone a funcionar a su favor toda una serie de miedos de género. En efecto, cuando un luchador inmoviliza a Rubí con alguna llave sofisticada, no es raro que el luchador exótico subvierta la situación de poder espetándole, por ejemplo, un beso en plena boca. Tampoco es inusual que Rubí Gardenia despiste a sus contrincantes ofreciéndoles su trasero cuando éstos se aproximan a toda prisa, y con intenciones acaso letales, a través del ring. En todo caso, la singularidad de su rutina y la presencia carismática de su personaje sin duda han tenido mucho que ver con contrataciones no sólo en esta ciudad fronteriza sino en arenas tanto de México como de los Estados Unidos.
Las luchas de Fernando Covarrubias no se quedan ahí. Al tanto de que la vida en el ring suele ser más bien corta, Fernando ha optado también por prepararse de otras maneras para enfrentar su futuro. Luego de años de estudios tanto a nivel preparatoria como de universidad, Rubí Gardenia a punto está de obtener su licenciatura en pedagogía. Todavía no sabe bien a bien cómo le hará para compaginar los duros entrenamientos y viajes frecuentes de su luchador exótico con un trabajo tal vez más rutinario en el campo de la enseñanza, pero sí sabe que transmitir su experiencia propia y ayudar así a otros forma parte fundamental de su proyecto personal. Y es ahí, precisamente, cuando el fuereño se torna local. El ahí (en ese lugar) fundando el aquí (en este lugar). Uno de las fases más misteriosas de la migración es la transformación del migrante en inmigrante. El momento en que surge el concepto y la práctica de la nueva comunidad. Se trata, sin duda, de un instante gradual. Pero está ahí, ya entero, cuando surge la preocupación por el otro y por lo que sigue. El ustedes vuelto nosotros. El cuidado mutuo.
Ya decía la escritora canadiense Anne Michaels que nadie, en sentido estricto, puede responder de manera individual a la pregunta ¿de dónde eres? Esa es una respuesta que le toca dar al lugar y, en especial, a los otros. Todos los que insisten en llamar a Rubí Gardenia como uno de los luchadores exóticos más exitosos de Tijuana responden esa pregunta de manera colectiva y relacional y, por supuesto, de manera íntima y verdadera.
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Sunday, August 11, 2013

CONTRA LA FICCIÓN: EL PROYECTO AUTOBIOGRÁFICO DE KARL OVE KNAUSGAARD


[en Revista de la Universidad, No. 114, Agosto 2013]

I. EXIGIR LO IMPOSIBLE
“Ya es hora de parar el experimento”, me dijo alguna vez un alumno justo después de un seminario de lo que en Estados Unidos se llama “creative writing” y que en México, y gran parte del mundo de habla hispana, sigue siendo denominado “creación literaria”. “¿Podemos aceptar que hacemos esto nada más para que nos quieran?”, insistió con la voz baja, avergonzado y bravío a la vez. La mirada del que implora. La perplejidad me dejó callada, con la boca media abierta, tratando de sonreír. Algo debí haberle contestado pero incluso ahora que me lo propongo, tanto tiempo después, no sé en realidad qué le dije. Años más tarde, en otro país, un estudiante de posgrado se me acercó para platicar después de una conferencia. “Necesitamos menos subjetividad y más sujeto en los libros”, aseguró en un español que era claramente una segunda lengua. “Necesitamos verdad, carne, experiencia, literalidad”. Se notaba que la lista era más larga pero que, por cuestiones de obviedad y de cortesía, la dejaría ahí. No la perplejidad, sino el reconocimiento me hizo detenerme con interés. “Tú estás leyendo a Knausgaard”, le contesté, tratando de atinar. La sonrisa sorprendida y abierta del muchacho me dijo, de inmediato, que había dado en el blanco.

No se trataba, en ninguno de los dos casos, del típico crítico conservador y temeroso que, apoyándose en la autoridad incuestionable de una tradición oficialista y timorata, impugnaba la capacidad de la experimentación para lograr que la escritura entablara una relación estrecha y viva, orgánica, con el lector. Justo lo contrario. A ambos, el joven alumno de licenciatura como el avezado doctorando que ya preparaba su disertación, les interesaba explorar, en total libertad, tantas estrategias de escritura como les fuera posible para producir o leer, según el caso, textos contemporáneos y emocionantes a la vez. Lo que una plétora de libros experimentales o posmodernos, así los llamaron cada uno respectivamente, les habían dado eran retos intelectuales que les resultaban interesantes, incluso apasionantes, pero no necesariamente conmovedores. Y ellos, jóvenes al fin y al cabo, lo querían todo: libros complicados y emotivos; libros con reto y con refugio; libros con los que se pudiera enfrentar la vida y, acaso, vencer la muerte. Todo junto y todo a la vez, eso querían. Nada más, pero tampoco nada menos. No esto o lo otro. Sino esto y lo otro. ¿Podemos parar el experimento ya? Por eso no me extrañó que, al menos uno de ellos, se declarara abierto admirador de la obra más reciente de Karl Ove Knausgaard, el autor noruego que, después de haber publicado dos novelas bien comportadas, merecedoras de importantes premios en su país, optara por escribir una larga y escandalosa autobiografía en seis volúmenes a la que tituló, de manera por demás provocadora, Mi lucha.

En diversas entrevistas y en los volúmenes mismos de su detallada novela autobiográfica, Knausgaard ha declarado que eligió aproximarse “al núcleo mismo de la vida”, es decir, de su vida, porque había dejado de creer en otros géneros literarios como formas capaces de enfrentar la creciente falta de significado del mundo—una falta de significado evidente ya, de hecho, en la diseminación y dominio de la ficción en todos los aspectos de la vida cotidiana. “La vida a mi alrededor no era significativa. Siempre quería apartarme, dejarla atrás. La vida que llevaba no era mía. Trataba de volverla mía, esa era mi lucha, porque por supuesto que eso era lo que quería, pero fracasaba”. (Vol. 2, 469). ¿Qué podría la ficción literaria frente a la ficción en que se ha transformado la existencia misma? Su respuesta, negativa y radical—radical, de hecho, por negativa—lo condujo a las puertas de una de los más feroces y peculiares trabajos con el lenguaje del yo, que es una forma del lenguaje del nosotros, de nuestros días.

[los cinco capítulos restantes de este artículo en Revista de la Universidad, No. 114, Agosto 2013]

--crg

Tuesday, August 06, 2013

EL TALLER DE CLAUDIA RAMÍREZ MARTÍNEZ

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Para entrar en el taller de la grabadora Claudia Ramírez Martínez (Guadalajara, 1967) es necesario caminar por una loma, abrir una puerta de metal, subir unos tramos de escaleras y pasar por la cocina, que es el centro físico y social de ese departamento que, desde el tercer piso de un viejo edificio, ofrece una vista generosa de Tijuana (bandera nacional incluida). El arte en las paredes y en las vitrinas, mesas y repisas de esta casa proviene del trabajo de artistas en proceso de consolidación, como César Vázquez (Tijuana, 1985), o de los mercadillos de segunda que abundan en el área: hallazgos que, luego de alguna capa de pintura o el roce de la lija, se muestran, orondos y altivos, en su humilde excentricidad. Hay que esperar a adentrarse en el taller propiamente dicho para que el trabajo artístico de Claudia se deje apreciar. Entre las distintas mesas e instrumentos, entre las prensas y las lijas, tres piezas llaman la atención. La primera es una serie de grabados que incluyen el collage con papel de maíz (trabajado con técnica de láser), discos de CD y granos de maíz y mapas, que responde en su conjunto al nombre de “Processeed” porque así se le da énfasis al proceso y a la semilla al mismo tiempo. La reflexión, que involucra a los transgénicos, es acerca de los procesos que no vemos o se omiten, pero que tienen repercusiones fundamentales en el resultado. Una segunda serie, que se sirve de la técnica chine collé, incorpora papeles cuadrados con placas circulares de acero inoxidable que fueron trabajadas en una técnica de sandblaster o arenado para que pudieran ser grabadas. Una tercera serie incluye papel teñido con tinte de ropa grabada con la luz solar en distintos momentos del día. Para ser realizada se hicieron esténciles sensibles al sol. Claudia los pegó en la pared por un par de semanas y esperó a que la luz del sol dejara su huella ahí. “Haz de cuenta”, dice la autora, “que es como el traje de baño que te pones para ir a la playa y te deja su huella en el cuerpo en negativo”. Lo que hay ahí es la mirada y el sol, la técnica y el interés por reflexionar sobre lo que el ojo ve.
Claudia nació en el bajío mexicano, pero tiene años ya residiendo en la frontera noroeste del país, donde después de pasar por las aulas de la carrera en Artes Visuales de la UABC, se dedica ahora a dar clases de grabado, ya sea de manera independiente en su propio taller, o ya para instituciones locales. Antes, sin embargo, pasó temporadas en Los Ángeles, llevando a cabo diversos trabajos manuales: desde cuidar niños o limpiar casas, hasta atender ancianos a punto de morir. Está la historia, por ejemplo, de la casa tan sucia, tan llena de sobras y de mierda regada por el piso que, en un arranque de dignidad, no sólo se negó a limpiar sino que la obligó a conminar a sus compañeras de trabajo a hacer lo mismo. Huelga espectacular. Y está la historia, que Claudia cuenta mientras parte cebolla con destreza y combina especias del Medio Oriente (de donde es su cuñado) y frijoles del barrio, de la frágil anciana japonesa que, tal vez presintiendo su final, se negaba a dejarla ir, agarrándola fuertemente del brazo. La mano vuelta garra o ancla. Está la historia, que ahora relata mientras envuelve la masa que ya ha combinado con espinacas en hojas de acelga orgánica para confeccionar sus famosos tamales vegetarianos, de esas largas, entrañables caminatas por las amplias avenidas de la meca del cine cuando, de la mano de su marido, encontraba en las aceras urbanas muebles y chucherías por igual. Si, como argumentaba John Roberts, para apreciar la obra de arte es necesario dar cuenta del trabajo contenido en ella, ¿cuáles de entre los múltiples trabajos que conforman la experiencia fronteriza de Claudia Ramírez Martínez deben enfatizarse?
Cocinar, como lo sabe todo el que lo haya intentado, no solo es un arte sino un trabajo, a veces de tiempo completo. La mano que limpia y la que cuida y la que atiende es la misma mano que, ahora, se posa con singular cuidado, con una destreza que a fuerza de años de entrenamiento parece natural, sobre el acrílico. Esos dedos entre los que se posa la punta metálica hace no tanto limpiaron orejas o platos, orificios varios. El problema del trabajo inmaterial —el que tiene que ver con la inventiva y los afectos, la chispa, la creatividad— es que, a diferencia del trabajo asalariado dentro de los regímenes fordistas de producción, es difícil de medir y de comparar. ¿Qué de entre todos los cruces fronterizos, todas las humildes labores de sobrevivencia, las manualidades más osadas, las clases académicas, se ha quedado en ese papel oscurecido por el paso del sol norteño? Claudia, quien platica ahora mientras corta con precisión milimétrica los ejotes negros o coloca el mítico chorrito de salsa sobre la cuenca que nace en la palma de su mano, parece decir, sin decirlo explícitamente, que todo eso está ahí. La mujer que se fue al otro lado y regresó, está ahí. La que perdió sus papeles. La que se ejercita a diario con largas caminatas por las lomas tijuanenses o en sus clases de chi kun o ki gon. La esposa y madre de una. La cocinera entrañable. La que lava los platos y los coloca, después de secarlos con gran lentitud, en estanterías de materiales reciclados. La que alimenta colibríes. La que organizó un festival de trueque, justo en el Pasaje Rodríguez en el que, cierto y más que cierto, la base del intercambio no fue el dinero sino el valor de uso y el valor relacional que cada productor adjudicaba a sus objetos. ¿Cómo no decir que todos esos elemento son también el taller desde el que trabaja Claudia Ramírez Martínez con vista a la ciudad?
[Claudia Ramírez Martínez y César Vázquez expondrán la pieza "El regreso" en la bienal ARTE/SANO 3.0, Museo de Arte Popular, 11/2013-2/2014].
--crg