Saturday, May 31, 2014

DesdeLA MUERTE ME DA

[Vega Sánchez Apricio, "Y en el principio era Tlön: Transmedia de origen literario en la narrativas hispánicas" en Revista Caracteres:Estudios culturales y críticos de la esfera cultural]

En 2007, la desconocida autora Anne-Marie Bianco publica el poemario La muerte me da. Posteriormente, en ese año, aparece una novela, bajo el mismo título, de Cristina Rivera Garza, donde incluye el texto de Bianco atribuido al posible asesino serial de la trama. Uno de los protagonistas, la Detective, participa en una serie de casos frustrados dentro del libro de relatos La frontera más distante (2008) y en la novela El mal de la taiga (2012). Asimismo, la Increíblemente Pequeña, personaje misterioso, protagoniza Las aventuras de la Increíblemente Pequeña, un conjunto de composiciones textovisuales, que Rivera Garza determina como fotonovela. Dentro de su blog, No hay tal lugar. U-tópicos contemporáneos, la autora recupera el avatar de la Detective, y otros personajes, en un juego de identidades que añaden nuevas perspectivas al universo narrativo. La muerte me da se convierte, por tanto, en una obra que atraviesa las fronteras de los formatos y los medios, y cada fragmento textual aparece disgregado a la espera del lector participativo. Además de esta galaxia de contenidos, la novela se presenta como un metatexto que cuestiona la propia lectura y la escritura seccionada.


Lean el texto completo aquí.

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Tuesday, May 27, 2014

SEGUNDAS OPORTUNIDADES

'Mujercitas', de Louise M. Alcott

Por:EL PAÍS27/05/2014
Por CRISTINA RIVERA-GARZA
Mujercitas-alcottMe habían dejado con Daniela bajo la jacaranda, alrededor de una mesa donde ahora sólo quedaban platos con huesos de pollo y vasos vacíos. Una jarra. Algunas cáscaras de mandarina. Dos moscas de campo. Se había hecho entre nosotras ese silencio incómodo, con frecuencia infranqueable, que separa a generaciones distintas. No tenía la menor idea de lo que podía decirle a una mujer de 14 años que, a todas luces, se preguntaba también, con esa preocupación que a veces dan los buenos modales, de qué carajos platicar con un tanto mayor. Supongo que empecé a hablar de libros porque hablar de libros es un reflejo automático. Cuando uno se pone nervioso, se sabe, no hay como recurrir a los temas habituales y a las rutinas conocidas, es decir, al lugar en común. En todo caso, mencioné Mujercitasporque vagamente recordaba que me había gustado la novela de Louise M. Alcott a una edad parecida a la de Daniela. Mencioné el título y me reí, pensando, por supuesto, que traer a colación ese libro sólo terminaría por alejarnos más al dejar en claro, si todavía hubiese sido necesario, la diferencia abismal de edades y, luego entonces, de intereses, aficiones, gustos. Pensé que Daniela me miraría con desconcierto o compasión y que, amablemente, se limpiaría la comisura de los labios con la servilleta y se iría a hacer algo más provechoso con sus amigas. Me sorprendí, a decir verdad, cuando no sólo contestó que lo acababa de leer sino también, y esto con la mirada encendida, que todavía no terminaba de congraciarse con el hecho de que Laurie aceptara tan fácilmente la negativa de Jo y se casara, contra todo buen juicio, con Amy. Si hubiéramos estado en una cantina, cosa que su edad volvía difícil, esa habría sido la señal para ordenar la siguiente ronda.
Josephine March, como es universalmente sabido, es la escritora de la familia. Una mujer voluntariosa y algo engreída que, a diferencia de las tres hermanas, puede asistir a una fiesta con guantes impares y cortarse la abundante cabellera para apoyar una causa. Es ella quien organiza el club Pickwick, mediante el cual se intercambian textos o se planea la puesta en escena de alguna obra de teatro, y ella quien critica a las mujeres mayores que buscan buenos partidos para sus hijas y quien, con su desparpajo y excentricidades, logra sacar de su mutismo a Laurie, el adinerado vecino que, dúctil y sagaz, pronto se convierte en su compinche. Meg, la hermana mayor, se enamora y se casa demasiado pronto como para adquirir personalidad alguna. Amy es, desde un inicio, la rubia vanidosa cuya diplomacia, sin embargo, le granjea los favores de la tía March, eligiéndola a ella y no a Jo para su tradicional viaje a Europa. Beth, la buena, la demasiado buena, muere joven.
Pero es que Jo es la que debió haber ido a Europa y, sobre todo –se interrumpió Daniela para escudriñar mi rostro tratando de adivinar mi posición al respecto–, ella debió haber aceptado la propuesta de Laurie.
Yo, por cierto, siempre había pensado lo mismo. Entre correrías jactanciosas, bromas pesadas, pláticas nocturnas, resulta más que obvio que las muchas horas que Jo pasa con Laurie son horas amorosas. Lejos están los dos del ideal romántico, y asimétrico, del cortejo, y más cercanos del concepto de compañerismo que no sólo caracteriza a las parejas de la modernidad sino al peculiar arreglo familiar dentro del cual creció Louise M. Alcott en el noreste de los Estados Unidos. Integrante de un clan vanguardista, crítico de los valores tradicionales estadunidenses, la joven escritora no sólo compartió la pobreza y el aislamiento al que se confinaba la familia en busca de horizontes más verdaderamente humanos, sino que también convivió con pensadores radicales para quienes el desenfreno capitalista y urbano no era más que un simulacro. Alcott, como la misma Jo en Mujercitas, escribió una novela aparentemente para jovencitas, un género “menor”, que sin embargo le permitió abordar temas fundamentales de la condición humana. Desde la cocina, donde se prepara la rutina familiar, hasta la sala donde, mientras se teje o se lee en voz alta, intercambian puntos de vista más o menos sobre todo, las March van poniendo en escena las dubitaciones y las ansiedades del proceso, irreversible y cruel a decir de Jo, que las llevará de la infancia a la edad adulta.
–Supongo que Alcott -dije yo, fingiendo resignación en un tono más bien doctoral– estaba bajo la impresión de que una mujer creadora, como Jo, no podía tener sexualidad, de ahí que terminara casada con ese viejito con el que pone una escuela, ¿no? O tal vez creía que un hombre como Laurie, tan joven y femenino, no podía ser un par adecuado para la intempestiva escritora.
La reacción de Daniela me gustó. Los ojos parecían una sola llama. Las manos en alto. La sonrisa. El rubor.
–!Pero es que no es posible! –dijo, convencida–. Si Jo y Laurie son verdaderos amigos y se gustan, eso es claro –yo tenía algo de tiempo de no hablar de personajes de novela como si se tratara de mis vecinos y la discusión, por supuesto, me fascinó–. No es posible que Jo se vaya sola a Nueva York para que un hombre de barba le diga que está escribiendo cosas inservibles y que luego se regrese nada más para aceptarlo en su vida.
Yo pensé que Daniela tenía en mente más la película en que una muy frágil Wynona Ryder no pudo captar la fuerza y la testarudez y la temeridad de Josephine March, que al libro en sí, pero comprendí su punto.
–Te entiendo –murmuré, vagamente enternecida– pero, en fin, ¿qué le vamos a hacer?
La pregunta era retórica, pero Daniela la contestó:
–Habrá que rescribir Mujercitas y darle un final distinto a Jo.
Las dos moscas de campo se detuvieron sobre uno de los huesos de pollo. Una ráfaga de aire, que era de un noviembre muy cálido, nos despeinó los cabellos. Se oían ya los pasos de las que regresaban: el fulgor cada vez más cercano de la algarabía. La jacaranda en flor.
Escribo este texto en una tarde muy distinta, pero cobijada por la misma ráfaga. Escribo este texto para recordarle a Daniela que estoy esperando, como desde ese día, su primer manuscrito. Para decirle: esto será el verano. Esto es.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga

Thursday, May 22, 2014

BERKSHIRE CONFERENCE, TORNTO

CRISTINA RIVERA GARZA @ THE BERKS


Come hear a leading-edge Latin Americanist at the Berks.  Why are we so excited about Rivera Garza?
A native of the border (Matamoros, Tamaulipas), Cristina Rivera Garza has lived and taught in Mexico and the United States. She has published extensively on the social construction of mental illness in Mexico and the history of early 20th century Mexican psychiatry. Her research has resulted in books and articles (Spanish and English) as well as award-winning novels, poetry and a widely read blog. She teaches writing, including Research Poetry and Documentary Writing, inside and outside the University of California. A celebrated novelist and poet as well as musician, cultural columnist for a Mexican paper, historian and blogger, she is an ideal keynote-quality panelist for a session on alternative ways of narrating gendered histories. Her presentation will address her current work on memory and history being conducted in collaboration with a group of Oaxacan Indigenous women in Mexico.
Roundtable: Alternative Forms and Methods in Narrating Latin American Gender HistoryCristina Rivera Garza participates in an exciting roundtable that brings together historians of the Americas who, alongside writing academic monographs, present the results of their research in film, social media, literary fiction, poetry and performance. In asking what, if anything, there is about the history of Latin America that makes it particularly productive to consider these alternatives to academic history, she offers historians of other regions the opportunity to reflect on the possibilities this might hold for their work. She suggests paths that run alongside, or even beyond, the broader highway of public history. (Stay tuned for a description of co-panelists and their important documentary, Piedra libre.)
“Writing in Communality: Memory and History in Mexico.”
Cristina Rivera Garza, University of California, San Diego.
May 24th, 2014

Monday, May 19, 2014

AUTOETHNOGRAPHY WITH THE OTHER

Cristina Rivera Garza

Autoethnography With The Other

Translated to English by Francisca González Arias
1. Contact zone
    The man never said his name. Perhaps he didn’t know it or perhaps he had decided to hide it. Maybe it had never occurred to him that someone else would want to find out. To know.
    He appeared one winter morning, lying on the frozen lawn in the back yard. A slight aroma of alcohol on his lips.
    [The aroma had been, from the start, merely imaginary.]
    I observed him for a long time, astonished. I had stopped in front of the window for no reason, distractedly, with a cup of hot tea in my hands. I would do this often. I was thinking about winter. I was cold. I avoided answering the phone. It was a Sunday.
    Undoubtedly, that’s why I imagined the smell of alcohol. Surely because of that I noticed the pale pink color of his lips. Certainly, that’s why I stayed still. A statue. Winter Sundays lend themselves to this.
    When he opened his eyes, his eyes opened me.
    The words that surrounded this apparition were: Gray. Enclosed by eyelashes. Windy. Big.
    His eyes were all that.
    I tried to run away. I tried to turn my back on him. I tried to turn back.
    [Statue.]
    The man raised a hand, and, with the tips of his fingers touching the fingernails of his other hand, he pointed to his open mouth. Then with the forefinger of his right hand he pointed to his stomach. I didn’t know what to do, how to react. Surely my lack of response made him bring the palms of his hands together and place them in a sign of beseeching, or of prayer just under his chin. His very center.
    The man knew about need, and about supplication, of that I had no doubt.
II. A very brief history of classic ethnography
  1.European and North American ethnography –beginning of the twentieth century to the First World War. Characteristics: the solitary ethnographer. Objectivity. Complicity with colonialism. Fieldwork at the periphery: Africa, Asia, the Americas.
   2.Modernist anthropology: from the post-war to the 1970′s. Search for the “laws” and “structures” of social life. Social realism.
   3.The anthropology of political awareness: 1970-1980. Interpretation of cultures. Radical critiques: feminist, political, reflexive. Mea culpa: anthropologists question their complicity with colonial processes.
III. Language
    “I,” I’d tell him, pointing to my chest.
    “I,” he’d repeat, pointing to my chest.
“No, I am your you,” I’d respond. Gripped by wonder. Peeved.
“You,” he would conclude, pointing to his chest.
IV. Something indescribable, something transparent
    During the first three weeks the man moved very slowly through the house. Cautiously, as if he had just recovered from a long illness and was not used to his own body, as if he were an adolescent; as if he really came, as I sensed or imagined, from The Outskirts, he exhibited an unusual staggering that made him totter on the floor instead of walk. One could have easily thought that he was drunk if seen from afar. He would also spend a lot of time motionless looking at the ceiling. Whenever he moved, following me with his tottering from room to room, the man would look insistently, and rather apprehensively behind doors, under the armchairs in the living room, inside corners (when he looked at them, corners did indeed have an inside). He seemed to sense the presence of someone else. He seemed to be distrustful. Perhaps for that reason he didn’t speak.
    His silence, interrupted at times by sudden incomprehensible enunciations, pleased me. I didn’t want to know, because I knew that, knowing, I would end up opening the door for him so that he would disappear in the same way he had arrived: at night, anonymously, without warning. And also his presence, which I associated with the cold and famine that winter unleashed in The Outskirts, not only suited me, it was also interesting. Although dangerous, the man’s stay in my house attracted the enigma for the first time. In the city, where everyone knew everything, where nothing could be ignored, there was nothing like an enigma to sharpen awareness, your vision, all your senses. Nothing like an enigma to feel alive or to be alert. For that reason I was always observing him. Soon, days and hours, at least the ones that I spent at home, became for me pure observation. Sometimes from the corner of my eye, or other times brazenly, sometimes methodically, or by pure chance, I’d watch him doing and undoing, moving, staying still. I suppose that I called him the Stranger because even though I could recognize whatever he did, it seemed alien to me. Because the man was my Lack-of-Comprehension. In reality, he was my Lack.
    He preferred the dark –that was clear from the beginning. And he also preferred lean foods. He hated salt. It was enough for me to note the thinness of his body, and the rapid, perhaps desperate way in which he’d place food in his mouth to know that eating was not a frequent occurrence in his life; an activity that, in any case, afforded him scant pleasure. His squalid body heightened his attitude of a man on constant watch. Whenever he saw a shadow near the windows, whose curtains he himself had drawn, a glint of alarm would appear in his eyes. He’d withdraw then to some other place. The attitude of an animal that flees. That’s what he seemed like: an animal that flees. An animal that tries to evade the timely arrival of his punishment. That kind of suffering. He had the same reaction to unusual sounds or movements that I still wasn’t completely familiar with. Sometimes it was easy for me to imagine that violence pursued him.
    From the start the Stranger showed great interest in household devices. He understood perfectly when I warned him that because the water was contaminated, he shouldn’t drink it from the tap, but he was capable of spending an entire morning investigating how a fruit juicer functions, or the secret mechanism that causes an iron to expel steam. He’d listen to music with his arms on his chest, and his eyes closed: a withdrawal into oneself that recalled religious experiences. Soon, however, the television replaced all that. It became his passion. To be more precise: the images on the TV, because, as soon as I walked away, the Stranger would hurriedly lower the volume. He could laugh, groan, shout, or moan for hours on end in front of mute people who raised their arms or moved their lips. On one occasion, upon raising the volume with the remote control, the man covered his ears with both hands and with very quick jumps retreated to a corner of the sofa. The trembling of his body made him whimper uncontrollably. Curled up on the sofa with tears in his eyes, he made that begging motion again. Something indescribable. Something transparent.
V. Postmodern ethnography
1. Crisis of representation 1986-1990: Reflexive/narrative movement. Theories on race, class, gender. The centrality of the concept of “culture” is displaced. What “fieldwork” consists of is questioned. Poetry and politics are inseparable.
2. Current postmodernity: Universal theories replace local theories. To write ethnography is a conscious and a participatory process. Ethnographies are read and commented by “study subjects.” The permission of participants is essential.
3. Ethnographic authority and authenticity: identity between and among subjects. Autoethnography.
VI. The wind from his impassive eyes messes up my hair
    “Where are you from?” I’d ask him from time to time, seemingly distracted but with an unfamiliar edge in my own voice. “What’s your name?” I insisted in murmurs, gritting my teeth.
    “Tell me something,” I’d ask him afterwards, beseeching, just as he did, I thought. That look. At that moment the wind from his impassive eyes would mess up my hair.
    This: The image of a palm tree almost completely bent by the hurricane’s violent wind. A gray day. A tremendously gray day. A winter day.
Hurricane Palm Trees 2


Read the complete story in Literal Magazine

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Sunday, May 18, 2014

SEGUNDAS OPORTUNIDADES

Una de detectives: María Elvira Bermúdez

Por:EL PAÍS18/05/2014
Por CRISTINA RIVERA-GARZA
Maria-elvira-bermudez-muertealazaga"Armando H. Zozaya era un periodista aficionado a resolver casos criminales misteriosos”, así da inicio “Mensaje inmotivado”, el primer cuento del libroMuerte a la zaga, de María Elvira Bermúdez. Nacida en Durango, uno de los estados del norte que más ha sufrido los azotes del narcotráfico, y a inicios del siglo XX (1912), María Elvira Bermúdez no sólo produjo a ese detective joven y trabajador, caballeroso y bien vestido que resolvía, sin paga de por medio y con una inteligencia a la vez rigurosa y desbordante, casos criminales en barcos de tripulación cosmopolita o en casas de huéspedes en la provincia mexicana, sino también a María Elena Morán, la esposa de un diputado por el estado también norteño de Coahuila, cuya afición por leer historias de detectives y a imaginar casi compulsivamente la distinguieron como la primer detective mexicana, al menos en el terreno de la ficción.
En la fotografía que ilustra la contraportada de Lecturas Mexicanas 31, Segunda Serie, donde se reprodujo en 1986 la segunda colección de cuentos policiacos de la duranguense, María Elvira Bermúdez porta un gesto entre retador y adusto. Los anteojos agatubelados de la época, mitad de pasta y mitad metal, caen diagonalmente sobre la cara, contribuyendo a ocultar uno de sus ojos bajo una sombra exigua. Sería fácil caer bajo la impresión de que el rostro del retrato está guiñando el ojo izquierdo, más un gesto de complicidad en este caso, que de coquetería. El cabello corto, de apariencia fino, termina con las puntas hacia arriba, como si hubieran pasado bastante rato bajo la presión de los rulos de plástico azules o rosas que peinaron a tantas mujeres del medio siglo. La horizontal línea de los labios lo anuncia todo: esto es en serio. Aquí está pasando algo y yo voy a saberlo.
En 1961, unos ocho años antes de que Rafael Bernal publicara su Complot Mongol, oficialmente reconocida como la primer novela negra producida en el país, La Pre-Primera Detective se enfrentó a un caso ardiente: un crimen pasional que involucraba la muerte de una escritora acaso lesbiana, una crítica literaria con cierta afición por poetas y escritoras del siglo XIX, una periodista acostumbrada a visitar a las autoviudas de una cárcel citadina, un grupo de licenciadas y jueces organizadas en un sindicato, y hasta una paradigmática taxista. Todo esto, por supuesto, bajo el título de Detente, sombra, un verso aptamente cortado de la insigne Sor Juana.
Si nos atenemos a las fechas y las tramas, los orígenes de la novela policiaca mexicana no se circunscriben al Distrito Federal sino que se extienden a la provincia norte del país. De manera por demás ominosa y acaso profética, es en los alrededores de Ciudad Juárez que se lleva a cabo “Las cosas hablan”, el cuento en que María Elena Morán descubre el crimen y el asesino gracias a su capacidad (“esa manía tuya”, diría su esposo el diputado) “de comparar las personas a las cosas y las cosas a las personas”. Asimismo, “Cabos sueltos”, el cuento que enfrenta a dos hermanos, toma lugar en Durango, y “Muerte a la zaga”, en relato en el que una mujer despechada casi se sale con la suya al deshacerse de un hombre, se desarrolla en un barco que lleva a los personajes de Veracruz a Tampico.
Me gusta Armando H. Zozaya. Veamos. Cuando por casualidad se topa con las hermanas Germana y Carmela en la plaza de Armas de Veracruz y esta última, una antigua novia de sus tiempos de periodista en Puebla, lo conmina a invitarlas a tomar algo, él responde sin problema alguno y de forma casi inmediata: “¡Cómo no! ¡Encantado!”. Y cuando Rafael Dorantes, el actual esposo de Germana y también antiguo novio de Carmela, lo invita a unirse a un grupo peculiar para dar un paseo en barco, el detective amateur no duda en cancelar su fecha de regreso y postergar compromisos de trabajo para disfrutar la brisa del Golfo de México. Luego, cuando poco a poco va dándose cuenta de que el asesino es, en realidad, una asesina, Armando H. Zozaya no se vanagloria de su hallazgo y ni siquiera hace comentario moral alguno sobre la responsabilidad criminal de la mujer. En lugar de eso, atormentado por el conocimiento de una verdad que en mucho le parece una traición, Armando espera a la presunta asesina “acodado en la barandilla más alta del buque” para hablar con ella. Cuando la asesina, ya descubierta, le grita: “Ríete, ¡ríete tú también! ¿Por qué no te ríes? ¡Debes sentirte muy satisfecho de tu proeza! ¡Me descubriste!”, Armando H. Zozaya se niega a la salida fácil y a la prosopopeya de su género. Dice: “Cálmate, ¡por Dios! Créeme que no me siento nada satisfecho. Preferiría no haber descubierto nunca…” Que ella, ya sin salida pero también sin arrepentimiento alguno, decida saltar hacia su propia muerte para evitar la burla ajena (“nadie se reirá de mí”), escapando asimismo del castigo de una justicia que no tomaría en cuenta su condición de mujer traicionada, no hace sino reafirmar las alianzas peculiares del relato. Finalmente, cuando en contra de quienes lo tratan de convencer de permanecer a bordo se lanza, ya sin saco, al mar, y sobre todo cuando escucha el veredicto final (“tiburones”), Armando H. Zozaya sigue siendo ese hombre empático y curioso, compasivo y flexible y fácil de llevar que lo convierte, aún en 1985, en uno de esos hombres sensibles de los 90.
A María Elena Morán le gusta ser y parecer inteligente. A través de diálogos cerrados y más bien escuetos, la Primera Detective va desentrañando misterios sobre todo para su primer escucha: Bruno, su marido. Él no sólo le pone atención sino que también, aunque con discreción, la celebra. Lo bueno de María Elena es que a su inteligencia también le alcanza para burlarse de sí misma. En “Las cosas hablan”, luego de haber resuelto el caso, Bruno se pregunta con bastante extrañeza cómo fue que “si tengo el sueño tan pesado, me desperté antes de la hora de costumbre”, una acción fundamental en el desarrollo de la trama. La Primera Detective, en modo francamente autoparódico, ofrece de inmediato una complicadísima teoría involucrando entre otras cosas la telepatía, pero se deja interrumpir por la pragmática sospecha del marido: “A lo mejor desperté por el humo.” En “Precisamente frente a tus ojos”, una lectura intervenida de “La Carta Robada” de Edgar Allan Poe, la feliz poseedora de la clave del misterio se niega a descubrir el contenido del mismo: “—¿Tú qué dijiste? —contestó riendo María Elena—. Ya me dijo, ¿no?”.
Y pues no.

--crg

Tuesday, May 13, 2014

NADIE ME VERÁ LLORAR: 15



AGUJEROS LUMINOSOS- CRISTINA RIVERA GARZA

Hace quince años Cristina Rivera Garza llegó a la escena literaria mexicana con Nadie me verá llorar, publicada por editorial Tusquets en México. La historia de Joaquín Buitrago, fotógrafo de La Castañeda,  y Matilda Burgos, una de las internas, irrumpió como una piedra en un estanque y sitúo a Rivera Garza como una de las grandes promesas de la literatura nacional. Carlos Fuentes calificó esta novela como “una de las más hermosas y perturbadoras que se han escrito jamás en México”. Con enorme gusto, compartimos el prólogo que acompaña la edición de aniversario que ha llegado ya a librerías como parte de la celebración de los 45 años de Tusquets y que marca los primeros quince años de una de las voces literarias más exquisitas y sólidas que hoy tiene nuestro paisaje narrativo. 
AGUJEROS LUMINOSOS
1.
La conocí una tarde de julio. Debió de haber sido 1992 o 1993. Así es, un verano de hace veintiuno o veintidós años la vi en una fotografía ovalada, en el extremo superior derecho de un interrogatorio en hojas tamaño oficio, y mi respiración dio un vuelco. ¿Cómo saber que se vive un momento del que dependerán tantos otros de la vida justo cuando se le está viviendo? A veces, lo único que delata a esos instantes es la respiración. Un resuello fuera de lugar. La súbita falta de aire.  Aletear también significa recobrar el aliento.
Desde el inicio quise su vida. Contar su vida.
2.
No había vuelto a leer Nadie me verá llorar desde que entregué el manuscrito final a Tusquets México hace ya un poco más de quince años. Lo bueno de dejar pasar tanto tiempo entre lectura y lectura es que el olvido, siempre tan artero, o la memoria, siempre tan selectiva, nos hacen volver a creer en el reino de la primera vez. Querer una vida, querer contar una vida es, ahora o entonces, un propósito descabellado.
Lo más extraño no es lo mucho, sino lo poco que uno cambia con los años.
3.
Había veintidós o veintitrés páginas manuscritas. Había preguntas y respuestas, escritas a mano y a máquina, en largas hojas desteñidas. Había sellos que todavía despedían un cierto color púrpura. Había resultados de laboratorio tapizados de números. Había un certificado de defunción. Alrededor del expediente de la mujer: muchos libros, otros documentos, más fotografías. Y mi deseo: su vida. Lo que yo quería era su vida. Quería que las palabras hicieran lo único que no pueden hacer y lo único que vale la pena pedirles: que la hicieran caminar otra vez por estas calles. Quería el marasmo de sus días, todas sus minucias. Quería el código secreto que se había inventado para entenderse a sí misma. Quería decirle: ¿así que ésta eres tú?, queriendo decir en realidad: esto es lo que somos, ¿no es cierto?
Más que una revelación, quería producir el andamiaje textual en el que esa revelación pudiera ocurrir después, en el momento a la vez colectivo y personal de la lectura. Quería una estructura flexible, zigzagueante, donde los ojos pudieran moverse hacia atrás o hacia delante o hacia el otro lado del tiempo, en otro punto del espacio. Quería que el modo indirecto se trasminara discreta pero ineludiblemente en la geometría oculta del punto de vista. En efecto, todo lo que sabemos o creemos saber en esta novela, lo sabemos porque está siendo interpretado in situ por un narrador que, al anunciar que adopta la omnisciencia de la tercera persona del singular, anuncia también que ésa es una decisión o, dicho con propiedad, una máscara. Algo aleatorio. Algo que, ¿te habías dado cuenta?, siempre puede ser otra cosa. En lugar de moverse dentro de la promesa delasí fue del modo directo, la novela opta por lo único que, honestamente, puede prometer: aquí está lo que, mediado por la experiencia de otro, pudo haber sido. O pudo no haber sido. Es cierto, las novelas se escriben siempre en traducción. Quería la experiencia compartida de esa mediación que es, en realidad, una incertidumbre. Quería que, frente al dilema de la verdad, el lector tuviera siempre la última palabra. La suya. La más íntima. Atrás, atrás de todo eso, estaba el documento fehaciente, la conversación que sí ocurrió, la imagen que tenía frente a mis ojos pero en la página, sobre la página, yo sólo quería el rastro que hiciera presentir el mecanismo de traducción interna del escrito. Es eso y no otra cosa lo que hace posible creer lo imposible: lo que ven frente a ustedes, queridos lectores, no son letras ni oraciones ni párrafos. Esto que ven es, sí, es cierto, qué descabellado el propósito, una vida. Finalmente, quería que el lenguaje dejara en claro que nunca podría conocerla, pero que mis aproximaciones, obsesivas y titubeantes, siempre marcadas por esas comas con las que trastabilla el final de las frases, eran también amorosas.
¿La quise, la quise yo? Alguien lo dijo antes ya y mucho mejor: He cruzado océanos de tiempo para encontrarte.
Lean el prólogo completo aquí.

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Saturday, May 10, 2014

SEGUNDAS OPORTUNIDADES

Agustín Ramos, o todas son la misma guerra

Por:EL PAÍS09/05/2014
Por CRISTINA RIVERA-GARZA
Agustin-ramos1Se dice, y se dice mucho, que la novela política privilegia el contenido sobre la forma, y que en eso reside su poca relevancia estética. Que, en lo que respecta al caso de México, estuvo la escritura de José Revueltas, el legendario escritor comunista que, luego de su participación activa en el movimiento del 68, fue expulsado del partido, pero que todo eso se terminó ahí. Y terminó mal. Se olvidan (y el olvido aquí no es una cosa menor) de una serie de libros que, utilizando estrategias varias, consolidó una literatura que se armaba de agallas ante la realidad sin dejar de cuestionar su relación con el lenguaje mismo. De Lapsus, una de las novelas tempranas de Héctor Manjarrez, a La mañana debe seguir gris, de Silvia Molina; de Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, de Julieta Campos, a Ahora que me acuerdo, de Agustín Ramos, los ejemplos de una novelística que conjugó las enseñanzas de la vanguardia con una preocupación íntima, carnal casi, por su entorno, se suceden uno tras otro.
Después de publicar Al cielo por asalto (1979) y La vida no vale nada (1982), novelas que abordaron el quehacer ardiente y desencantado de una juventud en plena resistencia contra los dictados del Estado o del consumo, Agustín Ramos volvió en 1985 con un recuento que mucho tenía de íntima desolación y mucho, también, del novelista que se arriesga con la forma y establece las propias reglas de su juego. En efecto, en Ahora que me acuerdo, Ramos explora lo que pasó después. Se trata del post-1968, pero sobre todo de lo que quedó del país, especialmente de sus juventudes de izquierda, luego de la represión estudiantil de 1971, conocida como el halconzo de Jueves de Corpus.
Con el guiño tenaz de la autoetnografía, haciendo del narrador un uno (tanto en mayúscula como en minúscula) que pronto se fusiona con la figura del lector, Ramos hace del yo un lugar hospitalario y, sobre todo, plural. Los límites entre el narrador y la ciudad son, también, difusos. La subjetividad del que cuenta se extiende por el mapa de la ciudad que, al ser recorrido, se vuelve lo que es: puro cuerpo. Pura memoria. Cercado por imágenes de la prensa de su día, por epígrafes que, desde la filosofía o desde la literatura, cuestionan la relación entre la escritura y la experiencia, que es otra forma de poner en entredicho a la escritura y la verdad, el texto se mueve entre la confesión, las versiones encontradas, y el diario íntimo.
“¿Luego entonces, amiga, todo muere?”, se pregunta el narrador cuando se prepara a recorrer ese camino desolador, signado por la violencia del Estado y el creciente imperativo de la ganancia, que va de “la juventud a la chingada”. En una prosa urbana como la que más, alimentada tanto por la velocidad de las calles como del ritmo galopante de sus cuerpos, Ramos atraviesa el fin de la utopía con una tristeza que no por serlo, y serlo profunda, rabiosamente, renuncia a su talante crítico. Ahora que me acuerdo se desmorona poco a poco, con la misma cadencia con la que va cayendo la inocencia o la esperanza o la felicidad. “¿Por Reforma o por Revolución?”, preguntan unos amigos tratando de saber qué calle tomar (ambas son grandes vías de circulación en la Ciudad de México) para llegar a su destino. “Por Revolución./ No, mejor por Reforma./ Como gustes, pero vámonos ya. / Por eso, ¿por Reforma o por Revolución?/ Las dos vías están congestionadas por los dogmas, por el miedo y la desesperación./ Es cierto./ Ni a cuál irle, carajo.” Sin guiones, súbitamente yuxtapuesto, el diálogo más bien parece marejada. O guiño absurdo. O presente impar.
Ahora que me acuerdo confirma que no es posible escribir novelas críticas de la realidad circundante utilizando de manera acrítica el andamiaje de la ficción (punto de vista, arco narrativo, creación de personajes, diálogos, etc). También demuestra que el riesgo formal puede convivir a la perfección con el peso emotivo de una historia a la vez personal y social. “Nuestras guerras:” asegura el narrador memorioso, “particulares, civiles, militares, geopolíticas, galácticas, íntimas, de ojos para adentro: todas son la misma guerra, variaciones de forma, cuestión de estilos”.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga

Sunday, May 04, 2014

SEGUNDAS OPORTUNIDADES

Según Mario Perniola, el profesor de estética de la Universidad de Roma que publicó en 1991 Del sentir, apenas traducido al español por Pre-Textos en 2008, en la era estética en la que vivimos pocos se libran de ser los nietos de Ulrich y Agathe, los personajes del Hombre sin atributos, el célebre libro del austriaco Robert Musil. Ya sea como neoescépticos o como neocínicos, ya como contestatarios o como rendidores, todos albergan “el mismo desprecio por la moneda inerte, por una realidad unívoca, por un modo de ser propio y que se decide de una vez por todas”. Otra vez de acuerdo con Perniola, Musil atendió con presteza las lecciones de su maestro Ernst Mach, especialmente al reconocer que “las emociones y los afectos ya no pertenecen en ningún caso a una conciencia, a un yo, ni mucho menos a un sujeto: todas estas seudoentidades son tan inestables y provisionales como los cuerpos materiales”. Y así, explorando esa posibilidad, una posibilidad “enraizada en la experiencia de extrañeza con uno mismo, en un repetido no reconocerse y en la desaparición de la identidad personal” logró aproximarse a las maneras de sentir de una época en que el sentir se ha convertido, sobre todo, en lo ya sentido.

Ubicando el inicio de la era propiamente estética en la década de los sesenta, este experto en la Internacional Situacionista –tema sobre el cual también ha escrito un libro– argumenta que así como la política o economía dominaron, en tanto campos estratégicos, los siglos XVII y XVIII, “hoy nada es ajeno al sentir”. El sentir sobre el que Perniola discurre no es, por supuesto, el lacrimógeno o alucinado o exaltado eco que producen, en el interior del sujeto singular, los objetos, las personas o los sucesos. Al contrario, impersonal, anónimo y socializado, el sentir de la era estética desbarata la noción de la primera persona, arrasando también con ideas de la subjetividad heroica o romántica. “Para nosotros”, añade Perniola, “los objetos, las personas y los sucesos son algo ya sentido, que nos absorbe con una nota sensorial, emotiva y espiritual determinada de antemano”. Así, los nietos de Ulrich y Agathe no sienten tanto como re-sienten (y recuérdese que en español resentir es otra manera de decir flaquear o de referirse al enojo). Lejos de ser las almas bellas que se dejan atormentar por cualquier cosa mundana, los que sienten ahora cuentan ya con un repertorio de sensaciones y afectos ya sentidos que sólo tendrán que repetir o reproducir a conveniencia o placer. Nadie se enamora, ya lo decía yo, por primera vez. Nadie siente en directo. Acostumbrados a “formas de un sentir extrañado que no está allí para ser compartido ni imitado, sino subrayado, reproducido, copiado”, los nietos de Ulrich y Agathe ya no se preguntan quién siente, sino “quién administra y gestiona la circulación de lo ya sentido”.
Perniola no cree, sin embargo, que el predominio de lo ya sentido conduzca, por necesidad, a la merma del sentir o la proliferación exclusiva de sentires fríos. Haríamos mal en imaginar a los nietos de Ulrich y Agathe como seres forzosamente ligeros o indiferentes. Entre sus contemporáneos se cuentan, en efecto, a los neo-cínicos y a los rendidores expertos en los mundos de la tecnología y la informática, pero también merodean por ahí, y esto de manera bastante visible, los fundamentalistas de los 90s y los contestatarios que heredaron toda una tradición de oposición generada en prácticas y discursos de la década de los sesenta. Habrá que aceptar, además, que fuera de la asfixia del yo y libre de las ataduras fincadas en nociones fijas de identidad, la parentela musiliana está en la posibilidad de elegir como objeto de reflexión “qué es ser murciélago o piedra y, en términos más amplios, qué es el ser de otro ser, o lo que es lo mismo, qué es un sentir que prescinde del sentir en primera persona”. Alterada de raíz, la pregunta altera, es decir, saca de sí. Arroja. Libera.
Si la sensología —el neologismo que utiliza Perniola para emparentar a la socialización de lo ya sentido con el concepto de ideología— se ha erigido en un nuevo tipo de poder que impone un universo afectivo socializado, ¿quiere esto decir que, en efecto, ya no habrá nunca nada personal? El italiano, como pocos, parece optimista en este aspecto. Para salir de lo ya sentido no hay nada como hacerse sentir, es decir, en “ofrecerse para que algo pueda encontrar en nosotros una posibilidad de estar en el mundo. La experiencia de hacerse sentir equivale a un darse, a un entregarse para que a través de nosotros lo otro, lo diferente se vuelva realidad, suceso, historia”. De entre los dos sentires que contempla como alternativa potencial para el mundo sensológico contemporáneo—el cósmico y el teátrico—yo me quedo en definitiva con el segundo: “un ofrecerse con entusiasmo a ser poseídos por fuerzas cuya dinámica resulta enigmática y contradictoria, o, en cualquier caso, extraña a la tranquila identidad del sujeto individual”. Los nietos de Ulrich y Agathe podrán así experimentar, aunque sea por un momento, el prodigio de eso que, contra toda expectativa, irrumpe e ilumina el cielo de todos los días.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga