Saturday, August 16, 2014

Desde LOS MUERTOS INDÓCILES. NECROESCRITURAS Y DESAPROPIACIÓN

DESAFIAR LA CONTEMPORANEIDAD
[Ignacio Sánchez Prado en Laberinto, suplemento cultural del periódico Milenio]

Dos autoras y dos libros que son prueba de que el ensayo en México vive uno de sus mejores momentos: uno mira al acto de la escritura ante la cultura de la muerte, el otro al del instante fotográfico frente a la violencia

Foto de Martin Gusinde, cuyo trabajo comenta Marina Azahua en su libro
El caos de la era contemporánea, de una época neoliberal definida por la violencia simbólica y real que atraviesa los distintos dominios de la sociedad, ha generado la respuesta de una ensayística cuya prosa e ideas buscan capturar los vectores proliferantes de la época actual. Esta práctica comenzó a emerger con fuerza en México en los años noventa, en la obra de autores como el primer Sergio González Rodríguez (en El centauro en el paisaje, que debe reeditarse) o Naief Yehya. Dentro de esta tradición han aparecido otros ensayistas (como Sayak Valencia, Fausto Alzati Fernández, Diana J. Torres y Cristina Rivera Garza y Marina Azahua) quienes, en su conjunto, han construido una cartografía que ha permitido dilucidar y dar sentido literario y crítico a una época definida por la híper-información, el absolutismo del mercado y el estado de guerra. Libros recientes como Capitalismo gore (Valencia), Inmanencia viral (Alzati),Pornoterrorismo (Torres), Campo de guerra (González Rodríguez) y Pornocultura (Yehya) han producido una conversación en torno a la compleja encrucijada del neoliberalismo avanzado, en la que son interlocutores también Los muertos indóciles. Necroescritura y desapropiación de Rivera Garza y Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia de Azahua. Ambos fueron editados, al igual que Pornocultura, en la colección Ensayo de Tusquets México. (Como breve paréntesis quisiera reconocer el trabajo de Tusquets en producir libros de ensayo inteligentes y arriesgados pese a ser una editorial comercial y mantengo la fe que esto no se pierda en el futuro al ser ahora parte de Planeta.)

Los muertos indóciles contiene reflexiones de Rivera Garza sobre el problema de la escritura literaria en una época de violencia y desestabilización. El libro acompaña otros ensayos de la autora como Dolerse. Textos desde un país herido (Sur+) y Escribir no es soledad (UNAM). Rivera Garza se ocupa de dos cuadrantes de la escritura en la contemporaneidad. Por un lado, discute el concepto de “necroescritura” en el que habitan las voces de los muertos a causa de la violencia presente. Este concepto lo deriva Rivera Garza de la idea de “necropolítica” del pensador camerunés Achille Mbembe, quien con este término suma un componente más el concepto de “biopolítica”, o administración de la vida como forma de poder, de Foucault, con el fin de enfatizar la existencia de una cultura contemporánea que construye poder a partir de la capacidad de destrucción. Este planteamiento, que Mbembe desarrolla a partir de casos como la ocupación de Gaza, encuentra su ejemplo más fehaciente en el caso de Rivera Garza en la “guerra contra las drogas”. El texto de Rivera Garza es, sin embargo, una reflexión sobre un problema literario en conexión con la situación actual y su interés radica sobre todo en las posibilidades de la escritura ante la cultura de la muerte.


El segundo concepto, “desapropiación”, tiene que ver con el cuestionamiento de los medios tradicionales de escritura implícito en la emergencia de prácticas descentralizadoras de la misma, como los blogs, las redes sociales... Rivera Garza discurre sobre las consecuencias de una escritura que tiene una relación cada vez menos necesaria con la autoría individual, el libro como objeto y mercancía y los filtros y curadurías de la cultura tradicional. Cabe decir que Los muertos indóciles, pese a ser un libro, tiene su origen en dichas prácticas: muchos de los capítulos continúan o reproducen ideas y textos de su blog. Los muertos indóciles también incluye reflexiones sobre autores como David Markson, un autor cuya obra desestabiliza el concepto mismo de escritura literaria. Ambos puntos del libro confluyen al observar la tensión entre las libertades y potenciales de la nueva escritura desapropiada y el arrasamiento cultural y social de la violencia neoliberal. En el estilo subjetivo pero intensamente intelectual de Rivera Garza, informado en partes iguales por la teoría crítica y la literatura neovanguardista, el lector encuentra una forma de ensayar que utiliza la escritura como estrategia de dilucidación.

Retrato involuntario es un libro sobre la violencia implícita en el ojo fotográfico. La prosa de Azahua es en general expositiva y su libro mantiene una estructura que parece haber migrado de ser una tesis a convertirse en un libro para público amplio. Por supuesto, ninguna de estas dos cosas es un juicio de valor, y el libro está lleno de virtudes: está bien escrito e investigado y es sugerente en sus ideas y argumentos. Ensaya sobre la idea de que existe una práctica del “retrato involuntario” en la fotografía contemporánea, que Azahua despliega en una serie de ejemplos: los paparazzi que capturaron la imagen del reclusivo Salinger, las fotografías de Abu Ghraib, las imágenes tomadas a los prisioneros en las cárceles del Khmer Rouge, los registros antropológicos y las representaciones de cadáveres, entre otros. Por momentos, el estilo de Azahua adquiere algunos giros subjetivos y narrativos que me parecen fuera de lugar y que quizá resulten, como en otros casos, de pensar que si el ensayo no tiene dejos estetizantes claros pierde validez como literatura. Es cierto también que Retrato involuntario no provee mucha novedad informativa, tarea que no necesariamente le corresponde en tanto ensayo. En casos como Abu Ghraib la información es algo redundante por conocida pero algunos de los casos más marginales, como el de Martin Gusinde, representarán un descubrimiento para la mayoría de los lectores. Azahua tiene un diálogo directo con la línea teórica sobre la fotografía, particularmente la genealogía que va de Benjamin a Cadava, pasando por Sontag y Barthes. Solo lamenté la ausencia de Ariella Azoulay, cuyas tesis sobre el “contrato civil de la fotografía” hubiera provisto una arista más de interlocución a la discusión planteada por Azahua.

Estos son reparos menores. La mayor virtud deRetrato involuntario radica en que teje conexiones entre dominios distintos de la fotografía y entre casos que rara vez se piensan en paralelo, y pone de manifiesto una relación entre mirada y violencia que la fotografía materializa en muchas de sus prácticas. Es un libro que elegantemente teje presente y pasado a través de las imágenes que los representan y cuyo proceso de ensayar es, como en los mejores libros del género, una trayectoria de gradual descubrimiento e iluminación y no la simple aseveración de una idea decidida a priori. Azahua muestra gran talento para exponer desde el ensayo las historias que subyacen a las imágenes. Es triste que el lector tenga que acudir a Internet para encontrar las fotografías discutidas por Azahua (cuyas referencias ella provee para los interesados), sin duda por culpa de las anacrónicas leyes de derechos de autor que hacen la reproducción de las imágenes en libros críticos una pesadilla de dimensiones kafkianas. Pero esto no demerita en lo absoluto la enorme inteligencia crítica de Azahua y su capacidad de desdoblar todas las dimensiones de su objeto en conversación con el lector.

Tanto Los muertos indóciles como Retrato involuntario son ensayos brillantes, que tendrán sin duda admiradores y detractores en el contexto de los debates sobre el género. Pero detenerse en la trivialidad de cuán ensayísticos son ambos sería lamentable. Ameritan ser leídos porque usan la escritura no como un espacio de virtuosismo sino como una estrategia para bregar ante los desafíos de la contemporaneidad y para explorar las cartografías en movimiento de una época marcada por la incertidumbre y la brutal violencia que nos acecha a los habitantes de la era neoliberal. Son dos libros osados y pertinentes, cuya lectura permite ingresar a la conversación que nos desafía a intentar esclarecer el sentido de nuestra época.

Thursday, August 14, 2014

Desde LA MUERTE ME DA

[Anti-novela negra: Cristina Rivera Garza´s La muerte me da and the Critical Contemplation of Violence in Contemporary Mexico, by Glen S. Close, MLN, Vol. 129,  Num. 2, March 2014 (Hispanic Issue)]

A recent boom in criminal violence has transformed social life in many parts of Latin America. According to homicide statistics published by the United Nations in 2012, eight of the world’s ten most violent countries are located in Latin America or the Caribbean (“Burn-out”). In the United States, the history of the recent spike in violence in Mexico is well known: during the six-year term of President Felipe Calderón (2006–2012), a policy of direct military confrontation of organized crime resulted in some 70,000 confirmed killings and more than 27,000 disappearances in the so-called guerra contra el narcotráfico (Quesada). The terrifying intensity and spectacular nature of the criminal violence, including such tactics as broadcasting videos of torture and executions and public dumping and display of hung, mutilated and beheaded cadavers, has given rise to urgent national debates over ethical and political norms for media representations of such hyperviolence. Considerable attention has been focused on ferocious intimidation of journalists by criminal organizations and on government efforts to regulate journalistic and artistic discourses on el narco. A famous case in point is that of the popular drug-trafficking ballads known asnarcocorridos, which have provoked numerous calls for censorship. The most visible literary product associated with this new criminality is the narconovela, whose protagonists are often professional criminals fighting for survival, power and profit. The narconovela can be classified as a variant of the novela negra, or hard-boiled crime novel, and the best known narconovelas show far more interest in criminal customs, masculine heroics and violent adventure than in narrative innovation or the social(ist) consciousness-raising associated with the previous novela negra variant known as the neopoliciaco.
The novela negra is commonly considered one of the primary narrative forms of the Spanish American Post-Boom, and interest in it has grown in approximate correlation with social concern over crime in much of Latin America. However, throughout the rise of the Latin American novela negra over the last forty years, very few women writers have contributed prominently to the development of this heavily masculinist genre. In this context, Cristina Rivera Garza’s La muerte me da is a remarkable publication. Since Rivera Garza dates the text in 2003, we know that its composition precedes the violent escalation under President Calderón, and that the violent events narrated do not correspond directly with those of the guerra contra el narco. However, La muerte me da does coincide with the escalation in its reception, since it was published in 2007 and received the Sor Juana Inés de la Cruz Prize in 2009. The novel has attained a broad relevance during these years, since it contains profoundly serious and literarily incisive reflections on the psychological and epistemological impact of violence and on the ethical complications of its representation, themes that have demanded urgent attention in the decade since its completion.
As Rivera Garza has acknowledged in her most recent book of essays, to write (or read) in contemporary Mexico is to never forget the immanence of lethal violence.
¿Qué significa escribir hoy en ese contexto? ¿Qué tipo de retos enfrenta el ejercicio de la escritura en un medio donde la precariedad del trabajo y la muerte horrísona constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?

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--crg

Wednesday, August 06, 2014

EL CUERPO IMPROPIO: mediaciones humanas y no-humanas en algunos textos de hoy

[Exposición Colectiva, Centro de las Artes San Agustín Etla, agosto 6, 6:00 pm]
  
En el taller Cuerpos, Comunalidades y Textos, compartido durante el verano del 2014 en el Centro de las Artes de San Agustín Etla,  nos propusimos escribir apegados al cuerpo: en él, a través suyo, en su alrededor más verídico. Aún más, nos propusimos escribir el cuerpo sin olvidar, justo como César Calvo en Las tres mitades de Ino Moxo y Juliana Spahr en Well Then There Now, que el cuerpo no va solo a ningún lado. Relacionales y complejos, en un nosotros siempre variable, los cuerpos que nos constituyen y a los cuales configuramos con nuestro hacer y nuestro decir también le ofrecen retos a la escritura, transformándola a su paso. Imposible escribir con los cuerpos sin poner en jaque la distancia consabida de la ficción. Imposible escribir con los cuerpos dentro de las oraciones intercambiables que los entumecen o los contraen. Imposible, pues, escribir con el cuerpo apropiadamente: como materia propia, es decir, meramente individual, o de modo adecuado, es decir, en estado de domesticación. Por eso esta serie de ejercicios de escritura—¿y que escritura no es, realmente, un ejercicio de escritura?— es, también, una manera de enunciar el cuerpo que nos es dado desde la ajenidad del otro, ya sea desde sus ojos o desde sus máquinas, desde sus manos, en resumen: desde su afuera. Y es, sin duda, acaso por necesidad, una enunciación hecha impropiamente, es decir, arriesgadamente, inconvenientemente, extrañamente.

Estamos frente a textos, en efecto, pero no necesariamente frente a textos urdidos bajo el ojo rector de las semióticas del intercambio y la equivalencia que tanto convienen a la circulación del capital. Estamos frente a textos que se desbalagan en su urdimbre, que despedazan o recrudecen el lenguaje mientras éste se mueve con la ligereza de este músculo, el peso de aquél cartílago, en la más absoluta de las calles, o en este pasadizo de la memoria o la imaginación. Estamos frente a textos que han aceptado, y esto de manera radical, que la escritura se hace en la mediación a través de la cual el cuerpo impropio, vuelto nuestro, resulta finalmente tangible, visible, vivible.

Por eso el vuelo del pájaro que observa el desplazamiento de Andrea Caraballo (Uruguay, 1976) a través de una ciudad que responde al nombre de Oaxaca de Juárez es, sobre todo, un “Aleteo”: ese paso a paso, ala a ala, a través del cual un cuerpo toma aliento dentro del espacio urbano que le da forma. De la intimidad del café a la comunalidad del mate original, Caraballo yuxtapone los sonidos literales del ave con un mapa citadino, su colección de lenguaje encontrado con los trazos que colocan a la ciudad dentro del cuerpo para quedarse ahí. Alrededor de la habitación como una cenefa o como el medio ambiente mismo, la ciudad del pájaro que aletea nos envuelve y, en efecto, nos deja adentro. Por eso, también, “Punto y aparte”, la línea que en realidad es un hilo, acaso incluso el verdadero hilo del destino, no sólo recrea el recorrido de los pies de Josué Salvador Vásquez Arellanes (Oaxaca, 1986), sino, sobre todo, el lugar donde los signos de puntuación del texto indican el momento álgido o tibio de su propia respiración. Inhalar-exhalar es el nombre del juego. Por eso, para que Daniel Nush (Oaxaca, 1991) pueda relatar en su más mínima precisión la incomodidad de un viaje por carretera es necesario recurrir al registro vivo de la oralidad y al lenguaje especializado de la anatomía para elaborar esa serie de fotografías que, en lugar de imágenes, nos ofrecen oraciones, frases, palabras, puntos. En efecto, en su “Historia de mi dolor de dedos” hasta el momento de silencio no intencional de la máquina se vuelve palabra velada, hoyo infinitamente negro.

Por eso en “Recuperación de archivos de la memoria IMCR SD/MMC SCSI finalizada con éxito”, Andrés Santiago Jiménez (Madrid, 1989) hace que el lenguaje pase por la mediación maquínica de la imagen y el sonido, que es el lugar que los contemporáneos le hemos confiado a la memoria, para producir un trayecto más largo con base en el trayecto de su cuerpo a través de fronteras geopolíticas y fronteras culturales y, finalmente, fronteras de género, literarias y no. Que el dedo pulgar tenga que sostener y soltar las hojas para producir el movimiento de esa memoria sólo nos mantiene alerta ante el hecho crucial: la memoria es también un hacer del nosotros o, mejor dicho, un nosotros en el momento justo de nuestro hacer. Y algo similar habremos de hacer para explorar las marcas que la así llamada alta cultura y la cultura popular se han dejado en sus propias materialidades. Para experimentar en carne propia el recorrido que Rafael Valencia (Málaga, 1988) emprende en taxi desde la orilla de la ciudad al sitio que denomina temporalmente como su hogar, hemos de abrir las páginas de un libro muy prestigioso y muy antiguo—a Madame Bovary, nada más y nada menos—sólo para descubrir en su interior ese otro lenguaje que, con suerte, no sólo será una sorpresa sino también un modo de sorprenderse ante la transparencia de una de las muchas jerarquías que nos conciernen y nos flagelan. Del sonido que reproduce un auricular a la letra que, íntegra, se gesta y se reproduce dentro de otra letra, el recorrido puede suceder, en efecto, en cualquier sitio de la tierra. “It could happen anywhere”, ciertamente, y que suceda en inglés en un contexto compartido de modo desigual por el español y el zapoteco y el mixteco y el mixe, entre otras tantas lenguas, sólo atestigua lo que han dicho tantos otros, pero que Maurizio Lazzarato dice así respecto al surgimiento de una lengua nacional: ““el establecimiento de un lenguaje y de un sistema dominante de significación es siempre una operación política antes de ser una operación lingüística o semántica” (Signs and Machines, 68).

Tanto Dulce Hemilse Hernández Matías (Oaxaca, 1989) como Rafael Alfonso (Oaxaca, 1973) saben que recorrer la ciudad es, también, recorrer sus adentros. No es casual que ambos hayan elegido el mercado y el supermercado respectivamente para colocar a sus cuerpos en el centro mismo del intercambio cotidiano del que depende nuestro sustento. Mientras que Alonso transforma  a su propio cuerpo en la máquina de percepción que registra los movimientos y los sonidos de otros en los pasillos lustrosos del supermercado moderno, Hernández Matías opta por seguir, y al seguir inventar, el punto de vista de un perro callejero en su paso por el laberinto de un mercado público. El silencio y el bullicio, la claridad del piso y el accidente que quiebra el hueso, los precios, las gradaciones de luz: todos indicadores de las marcas de clase y de etnicidad que constituyen nuestros mapas de todos los días. La precariedad y el hiperconsumo encarnados en la subjetividad encontrada del humano y del no-humano a través de la misma ciudad.

Pero el cuerpo no siempre avanza gozoso o autónomo por el entorno urbano. No siempre estamos, como lo querían los Situacionistas del siglo XX, en una deriva que bien puede ser una liberación. A veces, uno se pierde sin dirección, en efecto, pero empieza a temblar de espanto. A veces, uno se desorienta y cae paralizado ante la inminencia del horror. El cuerpo también cae, eso quiero decir. Roto a la mitad o destrozado en múltiples partes, el cuerpo también es atravesado por la enfermedad o la violencia. Estamos en el hoy. Estamos en el aquí. El cuerpo es atravesado por las palabras que son también, a veces, armas punzantes y máquinas de destrucción. Y que pueden constituir, en otras veces, una curaduría en el sentido más amplio de la palabra: una elección y una manera de sanar. Y esto es lo que nos recuerdan Eduardo Gijón (Oaxaca, 1986), Iris Marcela López Díaz (Oaxaca, 1981) y Mariel González Torres (México, 1988). Enmarcado en un collage que yuxtapone secciones internas del cuerpo, “El derrape de córnea” de Gijón comparte un recorrido en el que confluyen tanto el lenguaje de la materia como los ritmos de eso que no hay que temer en denominar como el espíritu. En horizontal, como le corresponde al cuerpo cuando descansa o cesa, sobre la mesa de la ingesta o del quehacer cotidiano, este cuerpo incita a la auscultación o el diagnóstico. López Díaz, por su parte, quiere que la palabra palpite con la misma intensidad que la presión de la sangre. Si en tantas fotografías tamaño infantil se confina ese dar la cara que constituye uno de los enigmas de nuestra identidad, ahí mismo, en ese mismo formato, López Díaz encierra los signos de la “Presión Marterial” que, sin duda, nos distinguen tanto como las huellas dactilares o el tono de la voz. En la salud y en la enfermedad, en efecto, ahí también somos con los otros y entre nosotros. No hay escapatoria. González Torres, por su parte, no nos deja olvidar que toda deriva carga en la bastilla el polvo inmundo del terror. Cuando la foránea se baja del autobús y empieza a recorrer el sitio que desconoce, la curiosidad puede ser del mismo tamaño que la ansiedad. ¿Terminaré aquí? ¿Cesaré ahora mismo? Estamos en el aquí, sí. Vamos junto a su cuerpo que se detiene en esta esquina, en aquella vereda, frente a estas personas. Aquí están las cifras—equidistantes, discretas, oficialmente anónimas—que tenemos que ver frente a frente, sostenidos apenas por los hilos de la realidad en el medio mismo del aire, si queremos avanzar por la habitación donde han quedado las señas de los cuerpos que, como Lázaros de hoy, se levantan y andan.

Estamos en el ahora.


Cristina Rivera Garza
Taller de Cuerpos, Comunalidades y Textos
UCSD/Centro de las Artes San Agustín